En 1986 el periodista y sociólogo Carlo Petrini logró desalojar un local de la cadena de comidas rápidas McDonald’s ubicado en la Piazza di Spagna, en Roma. Lo que hoy sería prácticamente imposible obedecía al deseo de imponer una nueva forma de comer, el slow food, que proponía la lentitud y el disfrute de sentarse a la mesa como una forma de mejorar la calidad de vida. Esa iniciativa, que se convertiría en un movimiento y se extendería a múltiples áreas, reivindicaba los “productos de temporada, frescos y locales; las recetas transmitidas a través de las generaciones; una agricultura sostenible; las cenas lentas con la familia y los amigos”. Muy pronto la propuesta de Petrini se volvió internacional. Tres años más tarde, un manifiesto slow fue firmado en 15 países. Y el adjetivo se transformó en palabra fetiche que, agregada a sustantivos diversos, postulaba las virtudes de una vida sustentable. 

Hoy, en el portal oficial de SlowFood International se lee que “es una asociación sin ánimo de lucro financiada por sus socios”, que se ocupa “de las estrategias de desarrollo del movimiento en el mundo y de la coordinación de las distintas direcciones nacionales en Alemania, Suiza, Estados Unidos, Japón, Reino Unido y Holanda”. No se trata de una tendencia o movimiento cultural, sino más bien de la militancia a favor de una nueva filosofía gastronómica. 

En 2004, el canadiense Carl Honoré publicó Elogio de la lentitud, un texto que ponía en tela de juicio el arraigado criterio de que “el tiempo es oro” y que, por lo tanto, no debe “perderse”. Para ser eficiente, la sociedad determina que hay que correr contrarreloj. “En 1982, Larry Dossey, médico estadounidense -informaba Honoré-, acuñó el término ‘enfermedad del tiempo’ para denominar la creencia obsesiva de que ‘el tiempo se aleja, no lo hay en suficiente cantidad, y debes pedalear cada vez más rápido para mantenerte a su ritmo’. Hoy, todo el mundo sufre la enfermedad del tiempo. Todos pertenecemos al mismo culto a la velocidad.”

Honoré fue uno de los grandes promotores de la cultura slow, la cultura de la lentitud, cuyos fundamentos había establecido Petrini. Los argumentos tienen que ver con una suerte de “sustentabilidad personal”. Para ejemplificar el concepto cita el caso del agente de bolsa japonés Kamei Shuji, un hombre joven y absolutamente exitoso desde el punto de vista de ciertos valores sociales, que llegó a trabajar 90 horas semanales y en cuya empresa era considerado como el modelo a seguir. En 1989 debió redoblar sus esfuerzos para contrarrestar los efectos del estallido de la burbuja económica en su país. En 1990 murió súbitamente de un ataque cardíaco. Tenía apenas 26 años. Había ganado todo el tiempo y el dinero del mundo, pero había perdido la vida.

Llevado a planos menos extremos, correr contra el reloj produce estrés, disfunciones orgánicas, perjudica las relaciones con los otros y disminuye la calidad de vida. La salud física y psíquica puede llegar a ser un bien no renovable, por lo que explotarlo por encima de sus posibilidades va en contra de lo que podría denominarse “equilibrio ecológico personal”.

La cultura slow abarca diversas áreas. Según lo expresó Honoré, “se desarrollará en gran parte gracias a una especie de polinización cruzada. SlowFood ya ha originado otros grupos. Bajo el estandarte de SlowCities (ciudades lentas), más de sesenta poblaciones de Italia y otros países están esforzándose por convertirse en oasis de calma. En la ciudad italiana de Bra se encuentra también la sede de Slow Sex (sexo lento), un emprendimiento dedicado a erradicar la prisa del dormitorio. En Estados Unidos, la doctrina de Petrini ha inspirado a un conocido educador, quien ha creado el movimiento SlowSchooling (escolarización lenta), que fomenta la lentitud en la actividad docente.” 

Hoy se habla incluso de slow fashion, una tendencia que promueve la personalización de la indumentaria, el reciclado de ropa usada, vintage o confeccionada de manera artesanal, en contra de la fast fashion, que se caracteriza por el alto consumo de prendas de producción masiva que obedecen al dictado de modas efímeras.

La comunicación periodística también ha caído bajo la órbita de la cultura slow, que distingue entre un periodismo lento que trabaja a partir de la investigación y profundización de los temas y un “periodismo tuit”, basado en el impacto inmediato incluso en desmedro de la verdad.

Ni mansos ni tranquilos

En la Argentina, el balneario de Mar de las Pampas fue pionero en autopostularse como ciudad slow. Comenzaron a aparecer carteles que indicaban: “Aquí es necesario dar muchos besos, abrazos y caricias. Mar de las Pampas es vivir sin prisa”. El entusiasmo, que llegó a su máxima expresión en 2008, pronto comenzó a desvanecerse. Según explica Gabriel D. Noel en una nota de la revista Anfibia, los promotores del proyecto parecían “no haber tenido en cuenta dos cuestiones centrales a la hora de izar la bandera slow en el marco de su cruzada estético-moral. La primera de ellas –quizás la principal– es que el estatuto de “slow city” no puede ser reclamado a voluntad sobre la base de una mera identificación con la filosofía del movimiento, sino que depende de una certificación. La segunda tiene que ver con el enorme impulso que la visibilización mediática había dado a lo que había sido una tentativa local de carácter exploratorio, colocando en el radar del movimiento slow organizado una iniciativa que no podía verse sino como una usurpación de credenciales.”

Promover una vida tranquila es diferente de promover una vida slow. El adjetivo en inglés no puede aplicarse a cualquier emprendimiento, transformándolo en una suerte de franquicia sui generis. Existen parámetros internacionales sostenidos por asociaciones que establecen qué puede ser considerado dentro del movimiento slow y qué no.

Primo hermano de la autoayuda, el movimiento slow tiene un sesgo voluntarista que privilegia lo individual sobre lo social, incluso cuando se promueve como un emprendimiento comunitario. Para que una ciudad pueda ostentar el isotipo del caracol como emblema slow, debe tener menos de 50 mil habitantes, lo cual pasa por alto que los grandes centros urbanos no crecen por ineficiencia administrativa, sino por necesidades de trabajo. Suena acertado que una ciudad slow promueva el respeto por la arquitectura tradicional y someta los proyectos inmobiliarios a las necesidades de sus habitantes y no a la empresas que sacan rédito de la construcción indiscriminada. Pero sería impensable que estas medidas pudieran aplicarse de manera masiva, porque los intereses de las corporaciones terminan por imponerse. 

Al cabo, esta determinación de vivir sin prisa no siempre es practicable. Por supuesto, son más sanos los productos orgánicos, pero no todo el mundo puede pagar su precio. El desempleo, la falta de oportunidades y la inequidad que afectan la calidad de vida no pueden ser suprimidas por autodeterminación. La filosofía slow no puede aplicarla a su existencia quien quiere, sino quien puede, es decir, un grupo minoritario que tiene la solvencia económica para elegir cómo vivir. Salvo contadas excepciones, dentro el capitalismo salvaje quizás casi nada pueda hacerse más lento. 

“Subtrenmetrocleta”

El gobierno del PRO es especialista, entre otras cosas, en acuñar neologismos como “emprendedurismo” o, más marketinero aún, “subtrenmetrocleta” (subte, tren, Metrobus, bicicleta). La propuesta de favorecer medios de transporte que contribuyan a disminuir el tránsito porteño, cuidar los recursos no renovables y disminuir la contaminación ambiental fue presentada en campaña por el actual jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, en 2015, entre globos amarillos. “Iniciamos una revolución con el transporte público –dijo-. Reafirmo mi compromiso en seguir mejorándolo, para que todos viajen más rápido, mejor y más seguros.” En este caso, la rapidez debía entenderse como una forma de disponer de mayor tiempo personal disfrutable.

Por supuesto, sería una necedad oponerse a un proyecto de transporte sustentable –que, por otra parte, se plantea en todas las grandes ciudades del mundo-, siempre que no sea un expediente más declamatorio que real y que no entre en contradicciones flagrantes con otras políticas referidas al espacio público. Lo cierto es que la prometida extensión del subterráneo –diez kilómetros por año, según el auto de fe inaugural de Mauricio Macri como alcalde– no se cumplió y la promoción de los espacios verdes como una forma de mejorar la calidad de vida de los habitantes se ha traducido, contradictoriamente, en la construcción de plazas secas en las que el gris del cemento supera ampliamente al verde de las plantas. 

El Metrobus, el gran eje –junto con las bicisendas– de la política de “movilidad sustentable” del gobierno porteño, terminó con las plazoletas centrales de la Avenida 9 de Julio y produjo la remoción de árboles que tenían casi medio siglo de vida, lo que provocó la reacción de los vecinos y de las agrupaciones ambientalistas que presentaron numerosos recursos de amparo. No hubo mayores certezas sobre el destino de esos árboles que se prometió replantar y, en algunos casos, trasladar a otros parques porteños.