El de Norah Lange no es precisamente un nombre invisible dentro de la literatura argentina. Aun así, algunos de los motivos de su visibilidad no tienen nada que ver con su obra como escritora. Una injusticia que a 50 años de su muerte, que se cumplirán el próximo 4 de agosto, sigue ofreciendo una postal que expone con elocuencia el modo en que eso que ahora llaman patriarcado operó (y sigue operando) en el cenáculo de las letras argentinas.

Nacida el 23 de octubre de 1905, hija de padre noruego y madre de ascendencia noruega e irlandesa, Norah Lange se vinculó desde joven con las vanguardias que agitaban la vida cultural de la Buenos Aires de la década de 1920, los años locos. A pesar de ser mujer, naturaleza que por entonces representaba incluso más desventajas que las que a diario padecen sus congéneres en la actualidad, Lange consiguió ganarse el respeto y la admiración de sus colegas poetas y escritores. Publicó su primer libro de poesía, La calle de la tarde, en 1924, con solo 19 años. El mismo incluía un prólogo de Jorge Luis Borges, quien con apenas 25 ya era uno de los animadores de la escena intelectual porteña, integrando el grupo de los poetas ultraístas. Así escribía la joven Lange: “Mi vida se desangra gota a gota./ La tarde es una sola lágrima clara/ Cada sombra es un latido que nos besa/ Cerca, más cerca/ el corazón de la noche” (de su poema “El sol se había caído”)

Norah Lange

Lange y Borges eran primos políticos, pero además mantenían una amistad bastante estrecha. Andrés Di Tella  recuerda  con ternura aquel vínculo al comienzo de Cuadernos (Editorial Entropía), su último libro: “Borges la arrastraba a pegar afiches con poesía de vanguardia por las paredes de la ciudad; Norah, por su parte, se subía al techo de la casa para recitar a los gritos, ante el desconcierto de los vecinos”. Durante años él estuvo enamorado de ella y no pocos suponen que entre ambos hubo más que poesías y caminatas. Todo cambió cuando él le presentó a un amigo, el poeta y dandy Oliverio Girondo, quien al contrario de Borges portaba un ego monumental. Se enamoraron de inmediato.

Como en un cuento de príncipes y princesas, Lange y Girondo se casaron y fueron felices para siempre. A Borges, en cambio, la espina del despecho lo atormentó toda la vida. A partir de ahí Lange dejó de ser vista como la escritora de libros notables como Cuadernos de infancia, que le valió el prestigioso Premio Municipal en 1937 y un tercer lugar en el Premio Nacional en 1939. De a poco, empezaron a prenderle sobre el pecho la letra escarlata de ser apenas “ese trofeo” que se disputaron Borges y Girondo, dos machos alfa de las letras nacionales. Esa mirada cruel llegó a cristalizarse en el tiempo y el propio Borges no fue ajeno a que eso ocurriera, guiado por su rencor de varón herido. Como una maldición, todo lo que se ha escrito desde entonces sobre Norah Lange, incluida esta nota, no ha podido evitar tocar el tema.

Norah Lange y su marido, el poeta Oliverio Girondo.

Sin embargo, también debe decirse que ella se ocupó de colocarse por propia voluntad unos pasos más atrás de su marido, haciendo que su sombra enorme terminara por oscurecerla. Así lo confirma su libro Queridos congéneres, antología publicada en 1968 que recopila casi 40 discursos que la escritora dio en diferentes fiestas, celebraciones, presentaciones, homenajes y tertulias. En todos ellos se encarga de mencionar a Girondo, como si temiera herirle el orgullo. Al fin y al cabo, mujer de su tiempo, Norah Lange no pudo evitar cumplir con aquel refrán que aseguraba que “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. Sus libros, por el contrario (incluso con ese estilo recargado que la identifica), se ocupan de hacerle un lugar en las letras argentinas que le pertenece por derecho propio.