Desde que a mediados del siglo XX la invención de las computadoras enfrentó a la humanidad con el concepto de inteligencia artificial (IA), una pregunta se repite: ¿podrán algún día las máquinas remplazar al hombre sin que ningún ser humano note la diferencia? A años luz de la computadora creada por el británico Alan Turing en la década de 1940 para descifrar el código Enigma que los nazis usaban para ocultar su información, en la actualidad distintos tipos de IA han sido aplicadas a la creación artística con resultados diversos, haciendo que la pregunta original se vuelva más específica. ¿Existen máquinas aptas para imaginar obras de arte con la misma sensibilidad de un artista humano?

Algunas experiencias científicas certifican que esa frontera se ha corrido y que hoy hay máquinas con la capacidad de generar obras musicales, literarias o plásticas que en todos los casos resultan sorprendentes. El problema es que dichos artefactos trabajan a partir de procesos imitativos antes que creativos. En ese punto surgen las discusiones, porque entre los artistas humanos a la imitación se la llama influencia. ¿O acaso los artistas humanos no comienzan imitando como parte de un proceso de aprendizaje que eventualmente puede derivar en el hallazgo de una voz artística propia?

Tal vez en este momento las máquinas se encuentren atravesando ese estadío de su progreso artístico. Entonces la humanidad no parece estar lejos de visitar teatros, salas de conciertos, de cine y hasta museos en los que todas las obras hayan sido creadas por distintos tipos de IA.

Máquinas pensantes

Ray Bradbury, uno de los padres de la literatura de ciencia ficción, describió en su ensayo de 1975 “Un festín de pensamientos, un banquete de palabras”, incluido en su libro Fueiserá, un museo de robots programados para imitar a diversas figuras históricas. En el relato un niño inicia una charla con Sócrates, Platón y Aristóteles en torno del carácter benigno o maligno de las máquinas. Sócrates opina que en realidad no son ni una cosa ni la otra porque, “al igual que los animales, las máquinas no se conocen a sí mismas”. “Sin embargo”, interviene Platón, “los hombres siempre han sentido temor” ante ellas, sobre todo cuando se trata de “dispositivos que hacen cosas por sí mismos”.

El Platón robótico de Bradbury podría tener razón. Ya en su ensayo Lo siniestro (1919) Sigmund Freud utilizaba al personaje de Olimpia, una autómata de la que se enamoraba el protagonista del cuento de E.T.A. Hoffmann “El hombre de la arena”, como ejemplo para hablar de su objeto de estudio. Una de las ideas sobre las que el padre del psicoanálisis se apoya utilizando la figura del autómata es la del doble, aquello que se aparece como familiar pero sin embargo es ajeno. Los ensayos de Bradbury y Freud discuten entre sí. El primero hace que sus filósofos mecánicos afirmen que el carácter siniestro no habita en la máquina, sino en el uso que le dan los humanos. Freud lo refuta diciendo que todo aquello que sea indistinguible de lo humano sin serlo es, por definición, siniestro. De este contrapunto nacen los argumentos de muchas obras de ciencia ficción, sobre todo en cine, en las que el avance de las IA representa una amenaza.

Ser o no ser robot

En el centro de esa discusión se paró Turing cuando en 1950 diseñó el test que lleva su nombre, cuyo fin es el de determinar si una IA es capaz de imitar a una humana hasta hacerse indistinguible. En su película Blade Runner (1982) el cineasta Ridley Scott incluyó el Test Voight-Kampff, una prueba ficticia basada en el Test de Turing pero que mide la capacidad de empatía en lugar de la inteligencia, utilizada para identificar a una clase de autómatas denominados replicantes. Construidos con el fin de realizar trabajos de riesgo en las colonias espaciales, los replicantes son perseguidos y eliminados luego de haber protagonizado un motín en el que a los pobres robots se les ocurrió reclamar por sus derechos.

Blade Runner está basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, otro nombre fundamental de la ciencia ficción, cuya obra trabaja sobre las rebarbas éticas vinculadas al diseño de las IA. Dick es además protagonista involuntario de una de las anécdotas más significativas (y cómicas) en la historia de las IA.

En el año 2005 la empresa Hanson Robotics presentó un androide diseñado a imagen y semejanza de Philip K. Dick. El mismo consistía en una computadora instalada dentro de una cabeza con la cara del escritor animada por una red de servomotores, montada a su vez sobre la réplica de un cuerpo humano. El cerebro del androide Dick había sido cargado con miles de cartas, entrevistas y escritos publicados por el autor, una base de datos que servía para que el robot pudiera interactuar en el marco de una conversación y responder preguntas como si se tratara del propio escritor. El proyecto fue un éxito (varias entrevistas al androide pueden verse en YouTube), a tal punto que los hijos del escritor donaron algunas prendas de su padre (fallecido en 1982) para que el autómata luciera lo más parecido posible. Cualquier similitud con los filósofos robóticos de Bradbury no sería una mera coincidencia.

La prueba definitiva del éxito llegó cuando le presentaron el androide a Isolde, una de las hijas del escritor. Ella cuenta la experiencia. “Se parecía mucho a mi papá», dijo Isolde refiriéndose al Philip K. Dick artificial. A tal punto llegaba el parecido que “cuando alguien le mencionó mi nombre al androide, este empezó una larga perorata contra mi madre. Aquello no fue agradable». ¡Marche un Test de Turing!

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Música electrónica

La música fue la primera disciplina con la que los científicos comenzaron a trabajar en el diseño de una IA aplicada a la creación artística. Esto se debe a que las estructuras de matriz matemática utilizadas en la composición musical son las más afines a la base algorítmica sobre la cual trabajan las IA.

La primera experiencia exitosa fue realizada en 1957 por el estadounidense Lejaren Hiller, quien utilizó a la computadora ILLIAC (Illinois Automátic Computer, la unidad experimental de procesamiento de la universidad de esa ciudad estadounidense) para componer el cuarteto de cuerdas conocido como Illiac Suite. La misma es considerada la primera partitura generada por una computadora.

Algunas experiencias posteriores comenzaron a trabajar en la veta imitativa. En 1987 el músico californiano David Cope presentó EMMY (o EMI, Experiments in Musical Intelligence), un software capaz de producir piezas en el estilo de diversos compositores clásicos como Bach o Mozart. El programa no era otra cosa que una base de datos que trabajaba a partir de la deconstrucción de las estructuras musicales de cada autor, identificando los rasgos comunes que denotaban el estilo de cada uno, y finalmente la compatibilidad. Es decir, la utilización de lo aprendido en la composición de nuevas obras. 

En la actualidad existe Amper, un software compositor de música que funciona al indicarle el estilo e incluso el tono emotivo que definen el carácter de la obra que se pretende obtener. El mejor ejemplo de su uso es el obtenido por Taryn Southern, una joven cantante muy popular en la plataforma YouTube, quien usó el programa para componer las canciones de su último disco I AM AI, divertido palíndromo que puede traducirse al castellano como “Yo soy una IA”.

Aprendizaje profundo

Durante la segunda década del siglo XXI se creó Deep Learning, un sistema basado en el concepto de red neuronal que trabaja a partir de un conjunto de algoritmos de aprendizaje automático, el cual permite que un núcleo de IA pueda “instruirse” no sólo a partir de nueva información, sino de sus propios procesos de prueba y error. Creada por Google, Deep Learning hace posible que una máquina sea capaz hallar la solución a un problema sin que las acciones a ejecutar para resolverlo hayan sido programadas previamente, sino que surgen como consecuencia de su propia experiencia, replicando el formato del razonamiento humano.

Como una forma de mostrar de qué modo funcionan estas redes neuronales Google creo el algoritmo de procesamiento de imágenes Deep Dream. Al recibir una imagen Deep Dream intenta determinar qué es lo que la misma contiene sin contar con ninguna instrucción adicional. La IA analiza cada píxel de la foto y lo reintroduce de nuevo en la red neuronal en un bucle infinito. El resultado son una serie de imágenes que buscan imitar al original, pero que lucen como una versión lisérgica de El Bosco. Encantadoramente monstruoso.

CJ Carr y Zack Zukowski son dos científicos rockeros que utilizaron Deep Learning para crear al artista artificial Relentless Doppelganger. Se trata de una red neuronal que genera de forma ininterrumpida canciones de death metal técnico las 24 horas y los siete días de la semana en su propio canal de YouTube.

Por su parte la banda monegasca de metal tecno experimental Hardcore Anal Hydrogene realizó el video clip de su canción “Jean Pierre” procesando sus propias imágenes a través de Deep Dream. El resultado permite apreciar ese carácter de bucle infinito que cracteriza a las imágenes creadas por Deep Dream.

Con esta misma perspectiva el cineasta Oscar Sharp y el científico Ross Goodwin crearon Jetson, una IA capaz de escribir guiones, con el objetivo de ver si una computadora sería capaz de producir uno que pudiera ganar un premio en un festival de cine. Alimentado con cientos de guiones de ciencia ficción (todos los clásicos incluidos), Jetson escribió el libreto de Sunspring, cortometraje de nueve minutos que también puede verse en YouTube.

Quijote de algoritmos

En el campo literario Google trabaja junto a algunas universidades como las de Massachusetts o Stanford para que una máquina sea capaz de escribir un best seller antes de 2050. Con ese objetivo le facilitaron a una IA más de 11 mil novelas para permitirle comprender las variaciones del lenguaje humano. Luego le proporcionaron una frase de inicio y otra de cierre, a partir de las que la propia máquina escribió varios poemas.

En esa dirección se movió también la editorial china Cheers Publishing al editar el libro La luz solar se perdió en la ventana de cristal. El mismo incluye 139 poemas escritos por Microsoft Little Ice, un algoritmo que fue «educado» con 500 sonetos. Lo que sigue es uno de ellos y no hace falta ser poeta para apreciarlo. Si una máquina lo pudo escribir, ¿por qué no sería capaz de comprenderlo el viejo cerebro analógico de cualquier lector humano?

La lluvia sopla a través del mar

Un pájaro en el cielo

Una noche de luz y calma

La luz del sol

Ahora en el cielo

Corazón frío

El salvaje viento del norte

Cuando encontré un nuevo mundo… «