El escritor mexicano Juan Villoro asegura que el amor por la lectura no se enseña, se contagia. La mayoría de los escritores contrae el virus en la primera infancia. Es fácil detectar los síntomas: tendencia al aislamiento en el lugar más silencioso de la casa, imaginación febril, domicilio secreto en un mundo invisible, enamoramiento precoz e incurable de las palabras. Pero, como se verá en esta nota, no siempre es la letra escrita la que transforma a un chico en un habitante de un mundo paralelo. También las narraciones orales son capaces de inocular ese virus para el que todavía, por suerte, no se ha encontrado una vacuna.

María Rosa Lojo

Aprendí a leer antes de ir a la escuela, gracias a mi abuela materna, doña Julia, que seguramente respondió a mi curiosidad temprana por la letra impresa. Mi primera lectura fue la preciosa historia de «Nubecita, el chanchito distraído» (con texto de Germán Oesterheld e ilustraciones de su hermana Nelly). Un personaje encantador que perdía contacto con las urgencias de la vida práctica para dedicarse a la contemplación de las nubes (algo así como un símbolo de lo que hacemos lectores y escritores). Leí con gran placer la saga de Celia, de la escritora española Elena Fortún, que estuvo exiliada en Buenos Aires durante los años de la Guerra Civil. Por supuesto, no pudo faltar la fascinante Jo, heroína de Mujercitas, de Louisa May Alcott. Y desde los ocho años conté con la biblioteca de mi tío Julio, que no era «para nenas»: tenía libros de aventuras, desde Julio Verne a Emilio Salgari. Sandokán, el Tigre de Malasia, fue mi primer héroe anticolonialista. Lucio V. Mansilla y sus «siete platos de arroz con leche» llegarían más tarde, a los 14, para abrirme las puertas de la literatura argentina en una casa española que desconocía esa joven tradición.

Luisa Valenzuela

No recuerdo bien qué leía en la infancia, pero la tradición indica que mi primerísima lectura debe de haber sido algún libro tipo Upa y «Mi mamá me ama». Sí recuerdo, en cambio, estando en segundo grado, el alborozo que me producía la colección de los Pequeños Grandes Libros con sus ilustraciones en las páginas pares. Y recuerdo también la Colección Robin Hood, donde descubrí a Jack London y a Robert Louis Stevenson. Y después vino Emilio Salgari con su Sandokán, y la pasión por la lectura se volvió omnívora y ya nada pudo detenerme y ningún regalo me hacía más feliz que un libro. Me gastaba los ahorros en las kermeses anuales de libros usados. Aún tengo muchos protagonizados por Nancy Drew, la detective adolescente, que competía con Guillermo Brown en mis sueños de aventuras.

Claudia Piñeiro

Cada vez que pienso qué leía de chica me aparece el recuerdo de Chico Carlo de Juana de Ibarbourou, donde estaba «La mancha de humedad». Imagino que era bastante chica cuando lo leí, porque era una lectura de la escuela primaria. En mi casa había una pequeña biblioteca con pocos libros, porque se valoraba la lectura pero no había mucha plata para comprar libros. Se compraban sí los que pedían en el colegio. Así entró a casa Chico Carlo. Cada tanto se compraba algún libro extra y así entraron Mujercitas, Corazón, Pinocchio en la versión original… En esa época era muy común que tocara el timbre un vendedor de libros. Entonces mi papá o mi abuelo, el que podía, compraba colecciones de los cuentos de Andersen, de los hermanos Grimm que te vendían como te quieren vender ahora las biblias. También se vendían así las enciclopedias. Además, leía los cómics de Mafalda, de La pequeña Lulú, de Patoruzú y Patorucito, de Isidoro e Isidorito. Lo que recuerdo del libro de Juana de Ibarbourou es a un chico mirando el techo con una mancha de humedad que a partir de esa mancha puede imaginarse historias. Creo que eso tiene algo que ver con ser escritor: estar solo mirando una mancha y que eso te permita ir a otros mundos. Es lo que más recuerdo de Chico Carlo y creo que es porque está relacionado con la búsqueda de inventar historias. Tengo un recuerdo hermoso de ese libro. Lo siento realmente como una marca de lectura.

Jorge Nedich

Soy de origen gitano y lo que conocí de chico es la literatura oral gitana que narraba mi abuelo. A partir de los cuatro o cinco años quedé encandilado por su narración. En los acontecimientos sociales yo era su secretario. Me sabía casi de memoria sus pobiaste, sus cuentos. Escuchaba sus relatos, los aprendía y luego se los contaba a mis primos y a otros chicos tratando de repetir aquello que mi abuelo generaba en los adultos. A los 8 o 9 años empecé a decir que iba a ser escritor. Me contestaban «cómo vas a ser escritor si no vas a la escuela». Pero yo tenía el relato oral en la cabeza. Manejaba los silencios, las pausas, la palabra. ¿Por qué tenía que ir a la escuela? De hecho, fui a la universidad después de haber escrito dos libros, pero casi sin haber ido a la escuela. No creo que sea lo más recomendable, pero creo que el impulso personal es muy importante para cualquier empresa. Yo fui escritor mucho antes de ir a la escuela y hay muchos casos como el mío. Podría citar a Maximo Gorki o al propio Roberto Arlt. Mi segundo contacto con la literatura fueron las historietas que, de chico, yo mismo vendía en los trenes. No sabía leer, pero los chicos que vendían conmigo me enseñaban. En la adolescencia pasé al libro y eso me provocó un desconcierto enorme porque no diferenciaba sábana de sabana. Pero esa confusión, al mismo tiempo, estimulaba muchísimo mi imaginación: había un personaje que se metía en la sábana y encontraba allí mujeres y leones.

Oche Califa

Recuerdo como primeras lecturas unos libritos con historias muy breves e ilustradas que, si no me equivoco, editaba Sigmar. Muchísimos años después me enteré de que uno de los autores de esa colección era Oesterheld. Recuerdo especialmente un libro que tenía un cerdito en la tapa y que al terminar la narración se iba en un tren. En mi casa, por suerte, había una biblioteca bastante buena, formada, sobre todo, por colecciones. Recuerdo la colección Robin Hood, de lomos amarillos, que tenía los clásicos de aventuras como los de Julio Verne. En esa colección estaba también Ivanhoe. Luego había una colección que mi mamá compró con mueble y todo. Aún conservo el mueble y algunos ejemplares. Recuerdo haber descubierto en ella los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. En ese momento yo tendría unos 14 años. Mi mamá también compró la Serie del Siglo y Medio de Eudeba que festejaba los 150 años de la Revolución de Mayo y fue una normativa del canon argentino muy importante. Descubrí así la poesía de Raúl González Tuñón y cosas que me siguen gustando mucho y que tienen que ver con el siglo XIX argentino. Recuerdo especialmente Guerra al malón, del comandante Manuel Prado que dice «Llegué a Chivilcoy» y yo soy de allí, leí ese libro en Chivilcoy. Las primeras lecturas son absolutas y marcan para siempre, porque el niño lee con un grado de profundidad mayor que la del adulto, sin el estrés de que se le vence una fecha de pago.

Tununa Mercado

Mis padres eran muy lectores y en mi casa había una biblioteca nutrida con autores que son leídos también hoy: Kafka, Sartre, Camus. Admiraban, además, mucho a Leopoldo Lugones. En la infancia yo leía El Tesoro de la Juventud que era una colección en muchos volúmenes. Tenía cuentos de hadas, historias maravillosas e interesantes. También leí los libros de la colección Robin Hood. Recuerdo Mujercitas, de Louisa May Alcott, y muchos libros de aventuras, especialmente los de Julio Verne. Me gustaba también Maupassant. Todo eso fue un gran alimento. Recuerdo que a veces, por la noche, mi hermana leía en voz alta. Ella era de izquierda y hacía lecturas muy avanzadas desde el punto de vista ideológico. A los 12 o 13 años comencé a leer a los poetas españoles del ’37, a García Lorca, a Neruda. De adolescente, los cuentos de Horacio Quiroga. Bastante más tarde y con ínfulas un poco más «culturosas», a los poetas argentinos, entre ellos, a Borges. Pero creo que la poesía española y también Neruda influyeron mucho para que fuera escritora.

Noé Jitrik

Entre los 6 y los 9 años leí mucho las novelas del siglo XIX clásicas, como las de Alejandro Dumas. Encontré en ellas un mundo diferente que me fascinó. Entre los 9 y los 13 prácticamente no leí porque me fui del campo donde vivíamos a Buenos Aires y ya los temas que me interesaban eran otros. Hasta que cayó en mis manos una antología de Rubén Darío, a quien, me enteré después, muchos críticos importantes desprecian. Pero yo leí con mucho placer sus cuentos naturalistas y su poesía. En la misma veta leí el Juan Cristóbal de Romain Rolland, un libro sobre la construcción de una existencia que yo sentía muy bello, muy exaltado, muy prometedor. Casi inmediatamente llegó a mis manos una biblioteca de autores españoles. Eran como cien volúmenes con biblioteca que vendía la Editorial Losada. En ese período leí a Antonio Machado, a Ramón Pérez de Ayala, a Jacinto Grau, a García Lorca. A partir de la lectura de Rubén Darío comencé a pensar que yo podía escribir. Y escribí, claro que algo muy malo, muy sentimental, muy inmediato. Pero el gesto de escritura ya estaba y me lo habían preparado esas lecturas.  «