“Horacio, ¿vocalizamos un rato?” le pregunté para animarlo a distraerse y, bastante desanimado, me respondió “pero si ya no canto más yo”. “Eso es porque hace mucho que no te agarra Tulián, vas a ver cuando te lo traiga acᅔ le retruqué, a lo que me contestó con gesto de sorpresa “¿A qué no lo traés?”. Esta conversación fue un miércoles por la tarde, cuando habíamos terminado de revisar el último borrador de su novela más reciente titulada “Hombre quo vadis?”. Automáticamente fui a buscar el teléfono y llamé a Sergio Tulián, el gran maestro de canto que lo acompañó en los últimos veinte años. Hablaron y arreglaron un encuentro para el día sábado. Lamentablemente no se pudo concretar porque la muerte interrumpió las actividades planeadas. La muerte, esa misma a la que Horacio se refirió como “lo más lindo de la vida”, argumentando que “si ella no existiera la vida sería una pelotudez tan grande… la muerte justifica lo bello de la vida, así como la sed justifica las ganas de beber agua”. El viernes 13 de enero su cuerpo gastado y envejecido cedió ante la muerte, pero murió con la mente joven, llena de vida y proyectos, lleno de ideas, de sueños e ilusiones, de metas por conseguir hasta el último día. Estaba muy entusiasmado con varias ideas literarias y con grabar un CD en el que daría a conocer diez nuevas canciones que compuso en el último año que pasó en su casa de Plumas Verdes, después de andar incansablemente durante 67 años por escenarios del país y del mundo. 

También dijo “yo no me voy a morir nunca, porque solo mueren los que no han vivido”, y realmente así fue, se puede afirmar que Horacio Guarany VIVIÓ la vida. Nació en el medio del monte del Chaco Santafesino, en los obrajes de la compañía inglesa La Forestal, con un contexto de extrema pobreza y explotación. Con siete años, ya en la isla de Alto Verde, frente a la ciudad de Santa Fe, atendía un almacén de ramos generales de un primo, y donde de noche funcionaba un salón en el que los pescadores tomaban un trago escuchando a payadores y cantores. El pequeño Horacio (Eraclio, porque así lo llamaron sus padres: Eraclio Catalín Rodríguez) escuchaba y admiraba. Se estremecía cuando alguna de las “muchachas de la noche”, que allí también ejercían el viejo oficio, le hacían una caricia en la cabeza al pasar, y para él representaba esa caricia de madre que no podía tener. Su mamá lo dejó conchabado en ese lugar, como así también a varios de los catorce hermanos Rodríguez, porque era imposible sostener la economía diaria de la familia. Un niño que cumplía responsabilidades de un hombre. Pese a la dura vida, pudo cumplir con la escuela primaria y aprendió a tocar unos acordes en la guitarra, con los que ya soñaba su destino de cantor. 

Alzó ese sueño y viajó a conquistar Buenos Aires con diecisiete años. Pasó hambre y privaciones, trabajó de mozo y lavacopas, y vivió en un conventillo en La Boca. Pero, por varios años, no consiguió más que cantar en algún bodegón, donde algún apiadado gritaba al mostrador “¡sírvale una cerveza al cantor!”, la que él guardaba y al retirarse del lugar la cambiaba por unas monedas que al día siguiente solventarían un plato de comida. Como no prosperaba su sueño, y ante la mala vida que llevaba, por consejo de uno de sus hermanos decidió embarcarse. Fue marinero, carbonero y hasta cocinero en barcos de carga de ultramar, con los que recorrió parte del mundo. 

La primera experiencia importante con la música la tuvo en 1949, cuando el músico paraguayo Herminio Giménez lo escuchó casualmente en una reunión y lo invitó a sumarse a su orquesta. Allí fue “Horacio Rodríguez, la nueva voz del Paraguay” durante unos años, hasta que formó un conjunto folklórico llamado Los Amerindios. 

Pero recién en 1956 grabó como “Horacio Guarany”, entrando en el alma del pueblo para no irse jamás. Cantó al amor, al vino, al amigo, a la paz, a la libertad, a la madre, a la justicia y a la injusticia, entendiendo su rol de cantor siempre de frente a las dificultades que atravesaba su gente, pudiendo expresarlas con poesía y música. Esto le costó prohibiciones, amenazas de muerte, bombas, persecuciones sistemáticas durante muchos años; hasta que todo se volvió insostenible en 1974 y, ante una amenaza de la Triple A con un plazo de 48 horas para abandonar el país, se marchó con el alma desgarrada. Fueron cuatro exiliado hasta que volvió pensando: “prefiero que me mate una bala en mi país y no el dolor del exilio”, ya que no podía soportar la injusticia de haber sido echado de su tierra por opinar, por denunciar injusticias, por defender al obrero, al humilde, al de abajo, al que no es escuchado, al que no le dan nunca el derecho a nada. Por ellos levantó la voz, por ellos arriesgó su vida. Y el pueblo nunca lo olvidó. Cuando retornó la democracia volvió a los grandes festivales, en los que durante diez años estuvo prohibido, y la gente lo vitoreó y aclamó, reivindicando al expatriado, al que se la jugó sin doblegarse jamás. Horacio ha dicho “pueblo mío, quizás me equivoqué, pero nunca te mentí”. Fue criticado por mantener amistades con personalidades cuestionadas, por ser contradictorio, por su carácter, por desafinar, por gritar; pero creo que para criticar a Horacio Guarany habría que ser Horacio Guarany. Amado y odiado, blanco o negro, nunca gris. Siempre de frente, transparente y, como lo describió Atahualpa: “auténtico”. 

Nació un 15 de mayo de 1925 y vivió casi 92 años. En alguna oportunidad dijo “yo le voy a entregar este cuerpo a Dios, pero bien gastado”. Los humanos perecen, los cuerpos aguantan hasta un punto. Es muy triste que no esté pero, búsquenlo en su obra, que allí estará vivo por siempre.