Primer cuento: un terrateniente le cuenta a una mujer interesada en comprar su estancia que un plato volador se oculta entre los árboles del monte y le propone visitar a los tripulantes. Segundo cuento: en un pueblo de provincia, una familia de campo tiene encerrado a un extraterrestre y en secreto le cobra entrada a un grupo reducido de vecinos para que puedan verlo. Tercer cuento: un astronauta regresa a su pueblo después de haber pasado dos años en Marte y descubre que su esposa es en realidad otra mujer, aunque él es el único que parece darse cuenta.

Reunidas bajo el título de Tres marcianos (Editorial Interzona), estas historias le dan forma al último trabajo de Sergio Bizzio, uno de los escritores más prolíficos y de obra más ecléctica dentro de la literatura argentina contemporánea. En ellos, la presencia de elementos extraterrestres dentro de la trama funciona como un detonador que altera la percepción de sus protagonistas. Pero al mismo tiempo, como un ancla que se aferra invariablemente a un fondo de realidad y deja al lector frente al dilema de preguntarse qué es real dentro del universo que propone cada relato.

Nacido en 1956 en la ciudad bonaerense de Villa Ramallo, Bizzio forma parte de una generación que integra junto a colegas como Daniel Guebel, Alan Pauls, Luis Chitarroni o el fallecido Carlos Feiling. Como ocurre con las obras de algunos de ellos, en la suya los géneros literarios suelen servir como una oportuna puerta de entrada que de manera inevitable conduce al lector más allá (o más acá) de sus límites narrativos habituales. De ese modo funciona la ciencia ficción en este breve volumen de relatos, como una máscara perfecta para disimular entre sus arquetipos historias incluso más extrañas: aquellas que surgen de las dinámicas que articulan la vida en los pueblos chicos. De ese modo, las modestas invasiones llegadas del cosmos profundo, las criaturas extraterrestres o los viajeros del espacio son apenas excusas que le permiten internarse en lo profundo de esos mundos asombrosamente cotidianos.

“Todo lo que escribo sucede en Ramallo, siempre”, confiesa Bizzio. “Ramallo tiene un astronauta, los marcianos van a Ramallo y en Ramallo hay un monte que vuela”, revela. Como si se tratara de una versión en espejo de esa conocida frase que afirma que pintar la propia aldea es la mejor forma de retratar al mundo, Bizzio realiza una trayectoria inversa que consiste en apretar al universo dentro de su Ramallo natal. “En estos días terminé de escribir una novela sobre la conquista de América. Sucede en Ramallo”, insiste. “Sí: llega Colón con sus tres carabelas y le pregunta a los indios dónde está el oro, pero en el fondo se trata de un grupo de chongos de la ciudad vecina que vienen al pueblo a bailar, musculosos, con anteojos negros, en un Torino de colección con fuego pintado en los guardabarros”, cuenta el escritor. “Con los extraterrestres pasa lo mismo. Ramallo es lo que altera la percepción de los protagonistas. La energía del lugar, las combinaciones de amistades y enemistades que se han dado ahí”, concluye Bizzio.

-Pero en este caso en particular, ¿por qué elegiste la figura del los extraterrestres para volver a Ramallo?

-Me preguntaron varias veces qué es lo que me atrae tanto de los marcianos. Creo que es la libertad, que puedo inventar cualquier cosa hablando de ellos. Los conozco bien. Sé lo que sienten, sé cómo hablan y cómo piensan. Lo único que tengo que hacer para inventar con absoluta libertad es evitar el “Tema”, el “Mensaje”, y situar la acción en Ramallo, donde todo puede suceder. Perdón, me parece que no respondo a la pregunta. 

-“El regreso”, que es el cuento que cierra el libro y el de estructura más clásica, es también en el que con más claridad se manifiesta el mecanismo de esfumar la realidad cuando alguien familiar se vuelve un extraño.

-Ariel, el astronauta que vuelve a Ramallo después de una larga estadía en Marte, encuentra todo exactamente igual a como estaba un año atrás, cuando se fue. Las plantas y flores en el patiecito delantero de la casa son las mismas de siempre, el jardinero es el mismo, la mucama es la misma, el perro lo recibe haciéndole fiestas. Lo único que ya no es igual es su mujer. Es otra. No adelgazó o engordó, no se tiñó el pelo, nada de eso. Directamente es otra, es otra persona, una desconocida, una extraña. Pero sólo para él. Los demás la ven igual que siempre. Esta idea no es mía, es de Giovanni Papini, de un texto inconcluso y muy breve que yo retomé y continué por curiosidad, para ver adónde me llevaba. ¿Y adónde me llevó?

A Ramallo, por supuesto (risas). En el cuento el sufrimiento del protagonista tiene que ver con su decisión de mantenerse fiel a algo que ha dejado de existir y solo puede empezar a recuperar el control cuando acepta la naturaleza cambiante de la persona que ama. ¿Es posible que de eso se trate ser feliz?

-Yo asocio la felicidad con las cosas fijas, más que con las que fluyen. El vértigo del cambio permanente como motor de la felicidad me suena un poco patológico. En cuanto al protagonista de “El regreso”, en realidad no acepta nunca el cambio de la mujer que ama. Está convencido de que esa no es su mujer, aunque ella y los amigos en común y todo el pueblo le dan mil y una pruebas de que sí lo es. Para él es una perfecta desconocida. En la cotidianeidad que lo hacía feliz antes de irse, ahora hay una fisura que lo llena de desconcierto y que altera su realidad, no la de los demás. Y no se mantiene fiel a ella, se mantiene fiel al enigma que ella representa y que él espera resolver. ¿Está loco? A mí me parece que no. 

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(Foto: Maximiliano Luna)

-Los protagonistas de los tres relatos comparten cierta percepción paranoica de la realidad y eso en distintos momentos los lleva a creer que a su alrededor está teniendo lugar una confabulación y que ellos se están quedando afuera.

-En los tres casos se siente el viento del ala de la confabulación, como dijo Baudelaire. Y sí: los tres son muy paranoicos. ¿Era Dipi Di Paola el que decía que “un paranoico nunca se equivoca”? Estoy seguro de que fue Dipi el que me contó lo que le dijo un conocido suyo: “Yo a ese lugar no entro, está lleno de paranoicos”. Ese es el aire que respiran los personajes.

-En el cuento “El monte volador”, uno de los personajes dice que “La economía es el brazo armado del desastre cultural”. Por el contexto, esa afirmación ayuda a crear una atmósfera un poco absurda que se va potenciando a medida que el relato avanza y que se intensifica sobre el final. Sin embargo resulta una afirmación muy potente que desde el absurdo y lo fantástico tiende un puente hacia la realidad. Desde ahí te pregunto: ¿vos también creés en esa afirmación?

-Más que hacia la realidad parecería tender un puente hacia la actualidad, un puente que nadie cruza porque ya están ahí. La economía, el dólar, el lenguaje inclusivo, esas cuestiones son de la más estricta actualidad, pero el dibujo general es el de una actualidad muy a mano alzada. Alguien me dijo que la aparición de la actualidad sobre el fondo fantástico del relato produce un efecto cómico. Puede ser, no lo sé. Cuando el personaje dice que “la economía es el brazo armado del desastre cultural” no está diciendo lo que piensa o lo que alguna vez pensó, no es el resultado de una reflexión. Es un estanciero, a lo mejor esa mañana fue a desayunar al bar del pueblo y leyó el diario equivocado. Repite esa frase a propósito de nada, para posar de intelectual y mandarse la parte. ¿Si yo estoy de acuerdo, no con él, con lo que dice la frase? Sí.

Una de las discusiones más ricas que se han dado en los últimos tiempos tiene que ver con la búsqueda de legitimar el llamado Lenguaje Inclusivo, cuyo uso, según manifiestan sus impulsores, vendría a corregir una falencia ideológica que es inherente a la propia lengua. ¿Creés que la iniciativa conseguirá ir más allá del núcleo de sus exégetas o que es una manifestación atada a su época?

-No lo sé. Yo no lo uso. Me parece totalmente ineficaz y no creo que hablar o escribir con e, con x y hasta con @ tenga algún efecto práctico.

¿Y por qué que hoy parecemos más dispuestas a creer en marcianos que en aquello que nos dice nuestro sentido común?

-Ah, ni idea. Creemos en lo que podemos y en aquello para lo que nos han preparado.  «


Así escribe Sergio Bizzio

Ariel volvió de Marte a principios del verano. Después de dos años de ausencia, estaba ansioso por encontrarse con Andrea. Se habían casado apenas un año antes de su Partida y la había extrañado mucho; nadie, ni él mismo, podía decir cuánto.

Andrea ignoraba que Ariel llegaba ese día, por la sencilla razón de que él no se lo había dicho: quería sorprenderla. Así que salió del aeropuerto y tomó un taxi. Estaba a doscientos kilómetros de casa. ¿Qué eran doscientos kilómetros en comparación con la distancia que acababa de recorrer? Mucho, muchísimo. No obstante, aunque se moría de ganas de llegar, le pidió al chofer que fuera más despacio; después de dos años flotando, sin ninguna referencia espacial, le parecía todo demasiado rápido. “Sería lo más ridículo del mundo –pensó— que haya sorteado tantas instancias peligrosas en la nave y me mate en un taxi”.

Iba mirando por la ventanilla –el paisaje era igual a la última vez que lo había visto sin el más mínimo cambio— y se quedó dormido. Despertó cuando el chofer detuvo el auto; el motor seguía en marcha.

–¿Dónde estamos?

El chofer señaló un cartel: “Bienvenidos a Ramallo”. Se había detenido en la entrada del pueblo.

–Usted dirá.

Ariel le indicó el camino.

Ya frente a su casa, mientras el taxi se alejaba, las flores del jardincito delantero, distribuidas al pie de las paredes y alrededor de unos arbustos en forma de cono, lo hicieron reprocharse la indiferencia que había mostrado siempre ante esa clase de cosas, en las que Andrea ponía todo su empeño.

Eda, la señora encargada de la limpieza, abrió la puerta y al verlo casi se cae de espaldas. Ariel sentía un gran cariño por Eda y tuvo ganas de apretarla entre sus brazos, pero ganó el pudor. La palmeo en un hombro y entró.

–La señora debe estar por llegar. ¡Lo contenta que se va a poner!

Ariel tocó la mesa, pasó una mano por el respaldo de las sillas, acarició las cortinas, como a seres vivos. Después, para ganar tiempo mientras llegaba Andrea, o mejor dicho para no restarle ni un minuto al reencuentro, fue a darse una ducha. Cuando salió del baño, el perro, un labrador dorado, le saltó encima haciéndole fiestas y lamiéndole la cara.

A Andrea se le humedecieron los ojos. Dio un paso adelante, un solo paso aunque sintió que corría, y lo abrazó con fuerza.

–Mi amor, mi amor  –dijo.

Ariel no pudo ni abrir la boca. Estaba aturdido. Esa no era su mujer.

(Fragmento del cuento “El regreso”, incluido en el libro Tres marcianos.)