“El juego -le escribió el gran fotógrafo chileno Sergio Larraín a su sobrino que le pedía consejos sobre el arte fotográfico- es partir a la aventura, como un velero, soltar velas. Ir a Valparaiso, o a Chiloé, por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas, y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque, y mirar, dibujar también, y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto.” En la misma carta le decía que debía dejarse llevar “por las alpargatas, lentito”. 

Larrain practicó la errancia que aconsejaba. Vagó con su cámara por su Chile natal y se instaló durante un mes en Sicilia para cumplir con el pedido de la Agencia Magnum: fotografiar al capo mafioso Giuseppe Genco, una tarea que a priori parecía imposible. Corría el año 1958 y esas fotos, publicadas en la revista Life, constituyeron un punto de inflexión en su vida porque le valieron el reconocimiento internacional a través de publicaciones, por ejemplo, como Paris Match. 

Hoy, sus trabajos fotográficos siguen errando por el mundo aun cuando Larraín ya no está en él. Murió en 2012. De hecho, en el Centro Cultural Borges puede verse Retrospectiva, una muestra que reúne 160 fotografías e incluye 11 dibujos del gran fotógrafo latinoamericano. 

Virginia Fabri, responsable del Departamento de Fotografía del Centro Cultural Borges, dialogó con Tiempo Argentino acerca de esta mega exposición que ese centro realiza en colaboración con la Agencia Magnum y el apoyo de la Embajada de Chile, el ministerio de Relaciones Exteriores de Chile y la fundación Cartier Bresson. 

“Esta es una muestra –informa Fabri- que comenzó en Francia a instancias de la Fundación Cartier Bresson y Magnum Photos y que pudo verse en el Festival de Arles, en la Fundación Cartier Bresson y que luego itineró un año por Chile.” “Larraín –agrega- fue el primer latinoamericano que entró en la agencia de fotorreporteros Magnum a instancias de su creador, Henri Cartier Bresson. Su carrera fue corta pero muy interesante. Él pertenecía a una clase social alta y había viajado mucho. Siempre tuvo algo místico que mantuvo a lo largo de su vida. En un momento la agencia Magnum le pidió lo que ningún fotógrafo había logrado: fotografiar a un capo mafia siciliano. Era, realmente una misión imposible. Él viajó a Italia y se hizo pasar por un mochilero al que le gustaba tomar fotografías. Se hizo amigo del mafioso sin decirle nunca que era fotorreportero y logro lo que nadie había podido: sacarle todas las fotos que necesitaba.” Se dice que de su ya mítico viaje a Sicilia a regresó con 6.000 fotogramas de la isla, 72 de ellos de Giuseppe Genco. 

“Cuando volvió a Magnum –continúa Fabri- logró tener una carrera muy importante. Hizo fotos sobre el colonialismo en Argelia, fotografió el casamiento del Sha de Irán, hizo muchos trabajos muy interesantes, pero hubo dos anteriores, realizados antes de hacerse tan conocido, que fueron los que llamaron la atención de Cartier Bresson Uno es el de los niños de la calle en Chile del que el Museo de Arte de Nueva York le compró dos fotos. Otro es el trabajo que realizó sobre la ciudad de Londres a partir de la beca del British Council que ganó. Luego se estableció un tiempo en Francia donde estuvo trabajando para la agencia. Más tarde volvió a Chile. Valparaíso era un lugar al que regresaba permanentemente a tomar fotografías. A veces lo hacía acompañado por Pablo Neruda que era su amigo. Había fotografiado su casa de Isla Negra.” 

Se dice que su amigo Julio Cortázar, que además del jazz también amaba la fotografía, se inspiró en una experiencia de él para escribir Las babas del diablo que luego sería llevada al cine como Blow Up por Antonioni. Larraín había tomado unas fotos de Notre Dame de Paris y al revelarlas vio algo que antes no había notado: una pareja haciendo el amor contra uno de sus muros. 

Pero su don fotográfico no le impidió dejar todo para explorar otros mundos. “Se relacionó con un gurú boliviano y a partir de eso abandonó la fotografía, quemó parte de sus negativos y se recluyó en las montañas de la precordillera y allí vivió hasta el final de sus días dando clases de yoga -informa Fabri-. Tenía un grupo de seguidores. Se dedicaba a pintar y a hacer fotografías pero muy diferentes de las anteriores. Fotografiaba hojas, agua, naturaleza. Durante ese largo período de aislamiento se carteaba con la directora de la Fundación Cartier Bresson Agnès Sire, a la que le fue enviando bastante material, por suerte, porque con el tiempo ella pudo reconstruir su obra y organizar una muestra en Valencia. Pero luego de esa exposición en la que él mismo había colaborado, dijo que no quería volver a hacer otra hasta el día de su muerte. Por eso, cuando falleció, la muestra comenzó a itinerar.” 

Durante ese largo período en que se refugió en las montañas no quiso que nadie lo visitara. Larraín pertenecía a una clase adinerada con la que tenía desacuerdos políticos. Su aislamiento estuvo motivado por la irrupción de Pinochet. Larraín no quería vivir en Santiago. “Él era muy sensible y receptivo a los problemas sociales –dice Fabri-, por lo que se explica que haya fotografiado a los chicos de la calle. Lo que hizo en Valparaíso con los Night Clubes fue impresionante. Tenía problemas con su familia debido a esto. Por ejemplo, tras la muerte de un hermano su padre quiso llevarlos a Europa y Oriente y a él eso no le gustó nada. No le gustaban los grandes hoteles en que los alojaba su padre y siempre quiso marcar una diferencia respecto de esto. ” 

En cuanto a sus dibujos, Fabri los considera “muy clásicos y prolijos” y no tienen nada que ver con la fotografía que hizo antes de su aislamiento. “El los llamaba satori –agrega- que es el estado de iluminación en el yoga.” 

Cuando se le pregunta por la repercusión de la exposición Fabri informa que los visitantes salen “enloquecidos”, incluso los grandes fotógrafos como Oscar Pintor se sorprenden con esta muestra singular. “Creo que Larraín era un místico –agrega- vivía a contracorriente- En lo visual, su manera de sacar fotos era muy moderna para su época con planos recortados, por ejemplo, hay una foto espectacular de un boliviano con un poncho que es casi puro poncho y apenas si se ve un poco de su cabeza. Tenía, además, un encuadre casi cinematográfico que es lo que más llama la atención aunque esto no debería sorprender, ya que su padre era un arquitecto que tenía relación con grandes artistas, por lo que Larraín siempre estuvo en relación con el arte. Era una persona que conocía de arte y eso se nota en sus trabajos.” 

Además de fotos, también dejó escritos que realizó en su período de aislamiento. Eran textos con algo de New Age relacionados con su visión del mundo que encuadernaba él mismo de modo artesanal. Dejó, además, una profusa correspondencia ya que intercambiaba cartas con alguna gente como Agnes Siri que era su forma de conectarse con el mundo. 

Juan Forn habló de esta manera de Larraín y de los fotógrafos de Magnum en una contratapa de Página 12: “Los fotógrafos de la agencia Magnum (la legendaria cooperativa fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson) no eran coquetos fotógrafos de moda, como el de la película de Antonioni. Eran los que mostraban al mundo lo que era imprescindible ver: las guerras, la miseria, la otra cara de la noticia. Pero eran épocas de leyendas, y la historia de Larraín daba de sobra para la leyenda.” 

Roberto Bolaño dijo de su mirada que era “un espejo arborescente”. 

Entre sus maestros de fotografía reconocía, entre muchos otros, al italiano Giuseppe Cavalli, el propio Cartier Bresson y al japonés Masao Yamamoto.

 La muestra Retrospectiva de Sergio Larraín podrá verse hasta fines de febrero en el Centro Cultural Borges, Viamonte 525, CABA.