Para Sergio Olguín en un principio fue el cuento: en 1998 publicó Las griegas. Hoy, acaba de aparecer Los hombres son todos iguales, un libro en el que reúne once relatos que abren para el lector once pequeños universos distintos. Por allí desfilan desde un hincha de fútbol al que se lo confunde con Maradona hasta un periodista, Pinocho, hijo de Gepetto, que definitivamente no está hecho de buena madera. Entre un libro de cuentos y otro se dedicó a escribir novelas y guiones, a hacer libros para chicos, y también a compilar antologías de cuentos, ese género tan menospreciado por las grandes editoriales como cultivado por los mayores escritores argentinos. Sin embargo, no es que en ese lapso haya dejado de frecuentarlo. Más bien se dedicó a ha cer contrabando hormiga de cuentos en diferentes publicaciones, quizá como una forma de mantener afiladas las herramientas de la brevedad, la concisión y el golpe directo a la atención del lector. Prueba de que el entrenamiento dio buenos resultados es este libro en que Olguín utiliza con rigor su conocimiento sobre el género y crea universos administrando las palabras con cuentagotas.

–¿Escribiste estos cuentos pensando en armar un libro o reuniste los que ya tenías?

–Una mitad ya la tenía y la otra mitad la escribí especialmente para el libro. Hay varios que son de los últimos diez años y que escribí para antologías, suplementos dominicales, revistas. Seleccioné los que me parecía que merecían estar en un libro, pero resultó que no eran tantos y entonces me puse a escribir.

–Tus cuentos son más bien trágicos, aunque muchos tengan humor. ¿Vos cómo los ves?

–Creo que hay de todo un poco y eso es lo que hace que no tenga una unidad más fuerte. Es raro encontrar libros en los que se pueda pasar del humor a la tragedia. Como lector, a mí me gustan más los libros de cuentos que mantienen cierto estilo, cierta unidad. Uno lee cuentos de Carver y todos son carverianos. Los cuentos de Alice Munro mantienen un estilo del primero al último. Mi libro se parece más a una montaña rusa en la que el lector –espero– pasa de reírse a carcajadas a encontrarse con una historia trágica.

–El más divertido me parece el de Pinocho. «Ladrones de bicicletas» es terrible. Pero la unidad quizá esté dada por la escritura, no adjetivás demasiado, hay un tono neutro y las tragedias y lo risible hablan por sí mismos.

–Eso es lo que intento. No me gusta remarcar demasiado las historias porque me interesa el trabajo del lector, me interesa que llegue a las historias no muy conducido por el autor, que tome sus propias decisiones. Siempre trato de escribir de la manera más parca y económica. Trabajo mucho en la corrección de los textos, les saco palabras, frases y párrafos. Aunque me resulten atractivos, estéticos en un primer momento, si me parece redundante o que no aportan nada a la historia, los saco.

–Aunque no tenga nada que ver desde lo temático y desde las circunstancias, creo que es lo que hizo Primo Levi cuando escribió acerca del campo de concentración. Con esa prosa despojada escribió uno de los libros más increíbles sobre el Holocausto.

–Es que cuando contás algo terrible, no hay palabras suficientes y lo único que te queda en esos casos es una economía del lenguaje para contar la historia de la manera más estricta, de una forma casi tacaña con el lenguaje, porque ya la historia de por sí es muy fuerte. En el caso de «Ladrones de bicicletas», que es un cuento que escribí especialmente para el libro, creo que entre los dos personajes había una relación que daba como para escribir una novela donde contar qué pasó antes y después de ese encuentro, pero elegí contar ese pequeño momento en que hay un arma de por medio, ese encuentro entre dos amigos que no se ven desde hace muchísimos años y, sin embargo, hay algo que los mantiene muy unidos. Quería contar de una manera simple y, a la vez, mantener la dureza de lo que estaba ocurriendo, incluso de lo que no se cuenta. Ese tipo de escritura es el que más me convence.

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–Eso también se da en los cuentos más humorísticos.

–Tal vez sí. Yo soy un escritor muy agradecido a los autores que me gustan y que a veces trato de emular. Para mí, detrás del cuento de Pinocho está Augusto Monterroso con sus fábulas. Él te abre la posibilidad de retomar historias para chicos o historias populares y hacer de eso un desastre, contar lo que se te ocurre como se te ocurre e ir donde quieras. En ese cuento hay una cosa ideológica que también tiene que ver con Monterroso. Luego de escribir «Mister Taylor», su único cuento político, le preguntaron por qué no volvió a escribir cuentos políticos. Contestó que porque cuando escribió ese cuento estaba muy enojado y él no quería que se notara el enojo. Cuando escribí Pinocho, yo también estaba muy enojado.

–¿Por qué?

–Fue el momento en que cerró Crítica y yo me había quedado muy caliente con quienes dirigían el diario, con toda la plana mayor y quería escribir un cuento sobre el oficio de ser periodista, sobre el mal ejercicio del periodismo, de aquellos que triunfan a partir de la mentira. Pero, al mismo tiempo, no quería que me saliera un cuento de realismo socialista, por lo que decidí escribir casi una fábula moderna al estilo Monterroso.

–Decís algo muy irónico sobre los periodistas en ese cuento.

–Sí, Gepetto, el padre de Pinocho, le dice a su hijo que tendría que haber sido escritor porque se da cuenta de que inventa e inventa historias. Pero Pinocho «jamás leía un libro. Definitivamente, Pinocho no era escritor. Era periodista». Hoy, muchos periodistas tienen una gran capacidad imaginativa e inventan historias como si fueran autores de ficción.

–También en otros libros sos irónico respecto del periodismo

–Sí, en los libros de Verónca Rosenthal. Allí me atrevo a hablar de periodismo, que es algo que siempre tengo presente.

–El título que elegiste es un lugar común. Los hombres son todos iguales tiene su contrapartida: «las mujeres son todas iguales».

–O peor: «las mujeres son todas putas». Las dos frases tiene que ver con la sociedad patriarcal que categoriza a y tranquilidad, pero si lo utilizamos como sistema de clasificación, no sirve para nada. El título busca ser gracioso e incómodo a la vez.

–En un momento de tanta ebullición respecto de los temas de género, resulta casi provocativo.

–Sí, pero no contra el pensamiento feminista. Al contrario, llama la atención sobre ese lugar común y es un guiño a mis propios lectores que han leído mis libros desde una perspectiva muy femenina. En muchos de ellos las protagonistas son mujeres, cuentan historias de mujeres y de hecho, Los hombres son todos iguales abre con una historia de mujeres. También es un poco irónico respecto de la creencia de que la literatura tiene que seguir la agenda periodística. He escrito sobre femicidio, un tema sobre el que ahora no me interesa tanto escribir. Las extranjeras comienza con una cita de Rita Segato, cuando su nombre no estaba tan popularizado y nace de lo que yo había leído de ella. El tema del aborto lo traté en Las griegas, en Lanús… Escribo sobre los temas que me obsesionan pero no estoy de acuerdo con que un escritor tenga que estar atado a la agenda periodística, porque esos libros son los que envejecen más rápido.

–Sí, es como considerar a la literatura un envase para contrabandear ideas.

–Volvemos a Monterroso, que es un maestro en eso. Cuando le preguntaban sobre el compromiso del escritor, decía que en todos sus libros él hacía un llamado a la revolución, pero lo hacía de una forma tan sutil, que los lectores se volvían reaccionarios (risas). Es cierto que hay obras que han nacido como panfleto y que fueron extraordinarias pero, en general, cuando un libro se escribe en base a determinados principios ideológicos, sean los que sean, termina siendo algo acartonado y sin vida. Los mejores libros son los que rompen los límites del propio pensamiento ideológico del autor.

Periodismo, un oficio degradado

–¿Qué le criticás al periodismo de hoy?

–La precarización laboral es el origen de todos los problemas. Parezco un señor mayor diciendo esto, pero creo que en el periodismo se perdió la vergüenza, la capacidad crítica y autocrítica. No se castiga a aquel que lo ejerce de mala manera, mintiendo, engañando, inventando, utilizando fuentes que no existen, no chequeando la información. Hay un periodismo, gran parte del que está en televisión o trabaja en medios grandes, que está hecho a partir de la falsedad. En otra época eso era castigado moralmente, no hablo de un castigo económico, ni social, ni judicial, pero el lector tendía a mirar de mala manera a quien había mentido. Hoy hay una complicidad entre el periodista que miente y el lector que quiere argumentos para sus amores y odios. Las redes sociales que facilitaron el contacto entre el periodista y el lector tienen como contrapartida que muchos que no son periodistas ejercen como tales. El periodismo es un oficio que no se improvisa. Supone años de ejercicio, de crecimiento, de apoyarse en las fuentes. Hoy las cosas funcionan igual que el chiste que circula en Twitter: «No tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas»