En los ’90 Sergio Olguín fundó, junto con Karina Galperín y Pedro Rey, V de Vian, una revista «casi de literatura». Luego se incorporó otra gente como Claudio Zeiger, Elvio Gandolfo, Cristian Kupchik. De las muchas cosas que le quedaron de esa experiencia, figura el seudónimo con el que firmaba sus artículos provocadores, Luis Pazos. Este alter ego literario que ya aparecía en Lanús migró a Filo, una novela de 2003 que acaba de reeditarse por Alfaguara. En ella se desarrollan dos historias que corren paralelas hasta que, desafiando los postulados de la geometría euclidiana, las historias paralelas terminan por cruzarse. Una de ellas tiene como escenario casi exclusivo la Facultad de Filosofía y Letras y sus bares cercanos. La otra está referida a un hombre, Simone, que pierde su trabajo y que intentando disimular su estado de desocupado ante su famiiaconoce a un ladrón, Pajarito, un punga de poca monta con el que termina formando una pequeña sociedad, una pyme delictiva. El punto de encuentro entre una historia y otra es la hija de Simone, Marcela, estudiante de Letras a la que en un acto de amor paternal Simone le regala la primera edición de Ficciones, un texto borgeano de incalculable valor en el mercado que, ignorante de ese hecho, Simone se llevó en una de sus incursiones de ladrón. Olguín dice que entendió que en Filo, Luis Pazos tenía que parecerse más al periodista corrosivo que él fue en V de Vian. 

Asegura también que quiso escribir una novela sobre jóvenes vinculados con sus padres, sobre la relación lejana pero afectiva de Santiago con su madre y la relación incondicional entre Marcela y su padre. De esos deseos y reflexiones nació Filo, una novela que habla de muchas cosas y, sobre todo, de literatura.

–¿Por qué utilizás en un personaje el nombre Santiago Pazos, que era el seudónimo que vos usabas en la revista V de Vian?

–Santiago se llama mi padre, es mi segundo nombre y es también el nombre de mi hijo. Pazos es el apellido de mi abuela materna. Filo es una proyección de lo que yo hacía en V de Vian, tiene una cosa provocadora frente a cierto tipo de literatura argentina, interés por lo sexual vinculado con una mirada más libre en ese terreno, la aparición de lo erótico y lo explícito en los personajes… Por eso me pareció natural que el protagonista se llamara Santiago Pazos, mezcla de alter ego mío y la exacerbación de un tipo obsesionado por la literatura, por la crítica literaria, un terreno en el que ya no se parece tanto a mí. Me gustaba la idea de rescatar y rendir homenaje a los estudiantes de Letras.

–¿De dónde nace ese deseo de homenajearlos?

–De que fui un estudiante de Letras bastante anticarrera de Letras. 

–¿Y por qué la elegiste?

–Es que antes de entrar no sabía cómo era. Cuando entré en contacto con la carrea me di cuenta de que había muchas cosas que a mí me interesaban que no estaban en ella. Había una especie de contradicción o dicotomía entre las cátedras progresistas más vinculadas a políticas multiculturales, de género, pero que tenían una concepción de la teoría literaria aburrida o una visión literaria para mi gusto anquilosada en una literatura de laboratorio o autorreferencial que a mí no me interesaba. Por otro lado, estaban las cátedras que venían de la dictadura, cuyos profesores no habían actualizado su campo teórico desde los ’60 o desde antes y que, sin embargo, te permitían leer una literatura atractiva, más interesante. Esas eran las cátedras de literatura inglesa, francesa, brasileña… Quizá sin eso no hubiera llegado a leer a Rabelais, a Racine a Chrétien de Troyes o lo hubiera hecho mucho más tarde. Había toda una línea de literatura argentina que me interesaba discutir pero no tenía feeling con lo teórico, con la forma en que se daba. Recuerdo haber cursado Literatura Argentina II con Beatriz Sarlo y al menos en ese año se daba literatura de los ’50 y no se leía nada de poesía, cuando Poesía de Buenos Aires había sido un movimiento fundamental. Se daban ciertos autores que respondían al recorte ideológico sesgado de Sarlo y sus profesores, no había una mirada amplia. 

–¿En qué consistía ese recorte?

–En dejar afuera autores o géneros completos nada más que porque no se ajustaban a lo que ellos querían enseñar. Te daban sólo aquello que se ajustaba a su interés académico o teórico. Yo tenía una pelea con la facultad, con los programas, con lo que se enseñaba e incluso una cierta incompatibilidad con mis propios compañeros que me resultaban muy pedantes, muy creídos, siempre exponiendo el conocimiento del último autor, que ellos no consideraban un producto del mercado, aunque lo era. Tenía una actitud muy peleadora, pero con los años me di cuenta de que me había equivocado en parte, que para mí había sido una gran experiencia estudiar Letras y que hice mal en no terminar la carrera. En ese momento tuve una actitud despreciativa. Filo es una especie de ajuste de cuentas conmigo mismo acerca de esa mirada tan negativa.

–En la novela aparece la crítica literaria. Hay por lo menos dos maneras de considerarla: como actividad parasitaria o como creación. ¿Cuál es tu posición?

–Es una discusión que no me interesa mucho. No tengo un interés especial en la crítica literaria. Creo que cumple una doble función. Por un lado, dar una visión sobre un libro que probablemente incluya un juicio de valor. Por otro, creo que es un terreno del periodismo cultural.

–Me refiero también a la crítica académica.

–De eso estoy tan afuera como del estudio de las enzimas o de los últimos avances de la arquitectura japonesa (risas). Creo que toman los libros y hacen algo con ellos que no se sabe bien qué es y luego eso lo leen diez o 20 personas y sacan conclusiones. No me interesa. La crítica periodística, en cambio, me parece más interesante porque discute cosas más concretas, define posturas en el campo literario y tiene una actitud más apasionada. He hecho crítica periodística y he editado a gente que la hacía, pero creo también que en ese terreno se juega el amiguismo. Uno sabe bien quién va a hablar bien o mal de determinado libro o de determinado autor. Eso pasa en cualquier suplemento cultural, revista o sitio web. Basta con saber cuál es el sistema de conexiones, de amistades, para saber también lo que se va a decir. En eso incluyo mis libros de los que habla bien gente que es amiga. Por eso trato de no tomarme muy en serio las notas a favor, ni el ninguneo que es lo que más funciona, porque el crítico que habla de literatura argentina es, no sé si la palabra es cobarde, pero no es muy de hablar de un libro, sino de ignorarlo. Dejo fuera de esto a la única persona que creo que es capaz de hablar bien o mal de un libro y que realmente ejerce la crítica literaria, que es Elvio Gandolfo. 

–En Filo también hablás del mercado literario. La Academia suele desconfiar de los escritores que venden mucho. ¿Cuál es tu posición frente a esa actitud?

–Desde el momento en que sacás un libro entrás en el mercado, vendas mucho o poco. Todo libro tiene un valor comercial, está en librerías mejor o peor ubicado, pero lucha por una promoción dentro de las reglas del mercado. Por eso la discusión acerca del mercado no es muy productiva. Me parece que los escritores deberíamos estar más preocupados por el vínculo empresa-empleado porque, de alguna manera, los escritores somos empleados de las editoriales, por lo que tendríamos que preocuparnos por hacerles respetar condiciones de contrato dignas y por mejorar las condiciones que tenemos hoy. Es increíble que firmemos contratos por cinco, siete, diez años durante los cuales las editoriales no se hacen cargo de nada, cuando deberían encargarse de hacer aportes previsionales, de la obra social… Si les parece mucho tener que pagarnos por cinco años, que no nos hagan contrato por cinco años, pero que haya un compromiso de parte de ellas. Estoy dentro del mercado porque quiero que la editorial promocione mis libros y que mínimamente me liquide lo ganado dos veces al año. Pero el mercado en sí me tiene sin cuidado. Es más, creo que es posible que en algún momento el mercado tal como lo entendemos hoy desaparezca. Con la posibilidad de compartir libros en formato digital es probable que vaya perdiendo espacio empresarial, económico y se convierta en algo más pequeño. De todos modos, el mercado editorial tiene como mucho 300 años y la literatura tiene un poquito más (risas). Por eso, que desapareciera el mercado editorial no sería nada malo para la literatura ni para los escritores. 

–¿Creés que la academia sigue siendo una instancia de legitimación de los autores?

–Desde 2000 se vino dando de a poco un fenómeno que apareció con Guillermo Martínez, luego con Federico Andahazi y después con Claudia Piñeiro y Eduardo Sacheri. Son autores que han encontrado un público propio. Lo mismo pasa aunque quizá vendan un poco menos con Pablo Ramos, Mariana Enriquez o Samantha Schweblin. Todos esos autores se están sosteniendo gracias a la existencia de lectores que es lo que necesita la literatura, no profesores. Recuerdo un tomo de literatura argentina de los ’70 dirigido por Noé Jitrik en el que no había ningún trabajo sobre Jorge Asís ni sobre Enrique Medina. Hay que tener una mirada muy cerrada para no incluirlos. Si hablo de los mejores cuentistas argentinos,tengo que hablar de Borges, pero también de Fontanarrosa.

–En la novela te referís a Enrique Pezzoni y a Jorge Panesi. ¿Renegás de la teoría literaria?

–No, para nada. Haber cursado con ellos Teoría Literaria fue una experiencia fascinante. No soy tan cerrado. Los que me molestan no son los profesores de literatura, sino los escritores que escriben para los profesores de literatura. «

Señas particulares de la novela

«En Filo –explica Sergio Olguín– quise hacerle un homenaje a Georges Simenon, por eso uno de los personajes se llama Jorge Simone, que es una especie de traducción. Además, hay una novela de él que se llama Maigret en la pensión, y en Filo el capítulo 6 se llama ‘Simone en la pensión’. Los homenajes son varios y están referidos a las tramas, no al estilo. Un homenaje al estilo lo haría después, en Oscura monótona sangre, una novela en la que hay una utilización mucho más escandalosa y plagiaria del estilo de Simenon. 

Creo que Filo es una de mis novelas más optimistas en relación con lo que escribí después, como Oscura…, toda la serie de Verónica Rosenthal, 1982. Quería que los dos mundos, el de los padres y el de los hijos, tuvieran un momento de gloria, de comunión. Quería que todas las cosas estuvieran bien entre ellos casi de una manera utópica. Creo que es una novela ‘para arriba’. Para decirlo con un lugar común, es un canto a la vida y de alguna manera eso aparece tematizado en la novela en el hecho de animarse a vivir una vida extraordinaria, con aventuras. Eso está bastante lejos del espíritu de mis otros libros, que son más pesimistas. Me parece incluso que tiene una mirada un poco naif sobre los hijos, los padres, las parejas, exparejas, futuras parejas, vínculos en los que no hay dos, sino tres y hasta cuatro personas. Todos pueden tener una convivencia feliz, cosa que en la vida real no sucede, pero puede pasar en las novelas. Ese estado ideal tiene más que ver con la ciencia ficción que con la literatura realista, para algo soy escritor.»