Foto: Cafe Beaufort, South Carolina - Robert Frank
Foto: Fourth of July - Jay, New York - Political rally - Chicago - Robert Frank
Foto: Funeral - St. Helena, South Carolina - Robert Frank
Foto: Men´s room - rail station - Menphis, Tenesse - Robert Frank
Foto: Ranch Market - Hollywood - Robert Frank
Foto: Rodeo - New York City - New York City - Robert Frank
Foto: Covered car - Long Beach, California - Robert Frank
Foto: Candy store - New York City - Robert Frank

Esa sensación rarísima de los Estados Unidos, cuando el sol pega 35 fuerte y la música sale de alguna jukebox o de un funeral:eso esexactamente lo que logró capturar Robert Frank en estas tremendas fotografías tomadas durante un viaje por los cuarenta y ocho estados en un coche usado (todo gracias a una beca Guggenheim) y dotadas de una agilidad, un misterio, un genialidad, una tristeza y una condición recóndita que no se había visto nunca antes. Por esto mismo,él será aclamado como un gran artista dentro desu disciplina. Después de verestasescenas, uno ya no puede decidir quées más triste, si el jukebox o el ataúd. La causa de esta situación es que él no hace más que tomar fotos de jukeboxes y ataúdes — y de misterios intermedios como el sacerdote negro en cuclillas bajo el vientre brillante y aceitoso del mer del Mississippien Baton Rouge,en el ocaso, con una cruz nívea y conjuros insondables nunca oídos más allá del bayou — O la imagen de una silla en un bar iluminado con la luz del sol quesefiltra por la ventana y queenvuelve a la silla de un halo sagrado que jamás creía que una foto pudiera capturar y cuya belleza visual no puede en modo alguno describirse en palabras.

¡El humor, la tristeza, la TOTALIDAD y americanidad de estas fotos! El culo movedizo y delgado de un vaquero a la salida del Madison Square Garden durante la temporada de rodeo, triste, flaquísimo, inverosímil — Un tramo extenso de ruta por la noche que parece una flecha lanzada a las inmensidades y llanuras de una imposible América en Nuevo México a la luz de la luna del preso — bajo la reverberancia de esa estrella que es la guitarra — Damas demacradas de Los Ángeles que miran por el parabrisas de un coche en Old Paw un domingo a la tarde y critican todo y le explican los Estados Unidos a los chicos del roñoso asiento trasero — el tipo tatuado que duerme como muerto en el pasto de un parque de Cleveland y le ronca al mundo en la misma tarde de domingo poblada de globos y barquitos — Hoboken en invierno, un escenario repleto de políticos de aspecto vulgar hasta que de pronto en el otro extremo se puede ver que uno de ellos pliega los labios en una especie de plegaria política (un bostezo probablemente) que no le importa a nadie — Un viejo vacilante con un báculo viejo en un contexto derruido — Un delirante que descansa con una bandera americana en un coche roto en un patio de la fantástica Venice California, podría sentarme dentro de él y escribir treinta mil palabras (cuando trabajaba como ferroviario pasé muchas veces por patios así y los contemplé desde la locomotora) (botellas vacías de Tokay en la maleza de las palmeras) — Robert levanta a dos tipos que hacen dedo y los deja conducir el coche, a la noche, y la gente ve ahora esos rostros que miran taciturnos en la sombra (“Visionarios ángeles indios que eran visionarios ángeles” dice Allen Ginsberg) y los que ven las fotos dicen “Oh, parecen tipos malísimos” pero la verdad es que lo único que quieren es ir como flechas por la ruta y volver a la bolsa de dormir — Por suerte Robert nos cuenta estas cosas — En San Petersburgo, Florida, los jubilados en un banco de plaza de la atareada calle principal, apoyados en los bastones y hablando sobre la seguridad social y esa increíble mujer medio negra, creo que Seminola, que pita el cigarrillo con la fuerza de sus pensamientos, una imagen tan pura como el más hermoso solo de tenor en el jazz…

Una imagen tan estadounidense — las caras no hacen manifiestos ni critican ni dicen nada salvo lo siguiente: “Así es como somos en la vida real y si no te gusta no me importa porque vivo la vida como quiero y que Dios nos bendiga a todos, ojalá”… “si lo merecemos”…

La elegía solitaria de Lee Lucien, una canasta de gatitos…

Qué poema es ese, y qué poemas podrán escribirse algún día sobre este libro de fotos, algún escritor joven que describa colocado y alumbrado por una vela cada misterioso detalle gris, la película gris que captó el verdadero jugo rosado de lo humano. Y si era la leche de la bondad humana, como pensaba Shakespeare, da lo mismo al mirar estas fotos. Mucho mejor que una exposición.

La ruta que lleva a la locura — rutas delirantes que arrastran a la gente, solitarias, curvándose en los claros del espacio hacia el horizonte, las nieves del Wasatch nos prometen la visión del oeste, cumbres del fin del mundo, noche estrellada en la costa del Pacífico azul — lunas arqueadas como bananas chapotean en el pantano negro de la noche, la tristeza de las formaciones en la niebla, ese insecto confuso, invisible, en un coche que corre hacia adelante, iluminado — El corte en seco y la herida, la crudeza, la miseria, las colinas de piedra, el girasol en el pasto — tierras del oeste de la Arcadia, colinas anaranjadas, arenas desamparadas en una tierra que nadie recuerda, exposiciones bañadas de rocío en el espacio negro e infinito, hogar de la serpiente de cascabel y de la ardilla — el nivel del mundo, bajo y llano: el silencio cargado de la ruta, su voz sin voz en la ruta, un lamento de plástico en el camino, fabulosas parcelas de terratenientes en verdes imprevistos, zanjas al costado del camino, yo las veo. Y de ahí a Elko a lo largo de la fila interminable de postes de teléfono, veo también un insecto que juega al sol — hacer dedo para ir más lejos que el tren de carga más rápido, ganarle al humo, tensar los muslos, gastar y gastar, sacarse la mortaja, besar el lucero del alba en el cristal de la mañana — autopistas delirantes que arrastran a la gente, rutas de la locura.Trazos delápiz de nuestro deseo más débilen el viaje al horizonte, la nube breve que se ofusca en una distancia indecible, las nubes negras que cuelgan paralelas sobre los vapores de la C.B.Q. — las rocas minúsculas de Missouri apiñadas en los desiertos, campos resecos que se despliegan a la luz de la luna con el culo brillante de una vaca, postes deteléfonos queson como palillos del tiempo, “incisiones en la inmensidad”, el viajero enloquecido del coche solitario deja las huellas de su angustiosa insignificancia en la vasta promesa de la vida. Vaciar la escupidera en el viejo Ohio y en las llanuras indias y de Illini, hay que llevar los ríos de Big Muddy a través de Kansas y los pantanos, Yellowstone en el norte helado, hagamos orificios en los lagos de Florida y L.A., levantemos ciudades en la llanura blanca, pleguemos la tierra para que se eleven montañas, vistamos el oeste, vistámoslo con la valentía de acantilados que asciendan a alturas prometeicas — instalemos las prisiones en la cuenca de la luna de Utah — empujemos las tierras de Canadá que terminan en las bahías del Ártico, tiremos del pañuelo mexicano, América — vamos a casa, siempre a casa.

Acostado sobre una almohada satinada en la terrible fama que confiere la muerte, el Hombre, un negro, y los deudos y amigos que lloran y pasan a darle el último adiós, la mirada última, al Rostro Santo para ver qué es la muerte y que la muerte es como la vida, ¿qué otra cosa podría ser? — Si uno sabe lo que dicen los sutras — La convención de Chicago con el líder del sindicato de cara solemne y grave con un cigarro en la boca gordo como Nerón y ansioso como César en la estridente cervecería del hall — La mesa de juego en Butte Montana con afiches de elecciones pasadas y diversos accesorios para el juego, una página editorial en sí misma. El coche amortajado por un carísimo cubrecoche de plástico para que no cayera sobre él el hollín de la Malibú sin hollín y no hiciera falta un lustrado nuevo, mientrasel dueño, un carpintero que cobra dos dólares la hora, dormita en su casa con la esposa y la TV encendida, todo bajo palmeras absurdas, en la noche de California, cerrada como un cementerio, ay — En Idaho tres cruces en donde chocaron los autos, justo donde el vaquero delgado estaba a punto dellegar al Madison Square Garden, a un kilómetro y medio nada más — “Te dije que esperaras en el coche”, dice la gente en los Estados Unidos, y entonces Robert espía un poco a escondidas y le saca fotos a esos chicos que esperan en el coche, tres chicos muy chicos en una limusina motorama, impíos y opíparos, pero también los chicos pobres que no pueden mantener los ojos abiertos en la Ruta 90 en Texas a las cuatro de la mañana mientras papá va a los arbustos de la banquina a estirar las piernas — Los monstruos de la estación de servicio emergen en las lagunas de Nuevo México bajo grandes carteles que dicen AHORRO — el bebé blanco en brazos dela enfermera negra, los dos perplejos en el Cielo, una foto que debería haber sido colgada en la calle de Little Rock para que todos vieran el amor bajo este cielo y en el vientre de nuestro universo, la Madre — Y la imagen más solitaria jamás capturada, los mingitorios que las mujeres nunca ven, un limpiabotas trabajando en una triste eternidad — 

Guau, y las flores del sereno cementerio chino en una colina de San Francisco punteada por una plantación de papas envuelta en la niebla una noche de marzo que creo que nadie vio salvo un gato de goma — 

A quien no le gusten estas fotos no le gusta la poesía, ¿está claro? Y a quien no le gusta la poesía prefiere quedarse en su casa y mirar series de televisión con vaqueros a los que solo toleran los pacientes caballos. 

Robert Frank, suizo, discreto, amable, con esa camarita que levanta y dispara con una sola mano convirtió la imagen en el poema más triste sobre América y merece por eso un lugar entre los grandes poetas trágicos de la historia. 

A Robert Frank le dejo ahora este mensaje: uno tiene ojos para algo. 

Y le digo también: esa ascensorista solitaria que mira hacia arriba y parece suspirar en un ascensor atestado de demonios borrosos, ¿cómo se llama y dónde vive?

«Presentación a The Americans: Fotografías de Robert Frank» está incluido en el libro La filosofía de la generación beat y otros escritos, de Jack Kerouac, publicado por Caja Negra. La traducción es de Pablo Gianera.