“Los signos de puntuación no son únicamente una parte importante de nuestro código idiomático, sino que se transformaron nada menos que en una de las fuerzas impulsoras  de toda nuestra civilización occidental”. Esta afirmación drástica corresponde al académico noruego Bärd Borch Michalsen y aparece en el libro Signos de civilización. Cómo la puntuación cambió la historia, publicado por editorial Godot con una excelente traducción de Christian Kupchik. 

Así como Arquímedes dijo «dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», Michalsen reclama, además del punto, la coma, el punto y coma, los signos de interrogación y de admiración que nacieron con posterioridad al comienzo de la lengua escrita para hacerla inteligible, aunque, lamentablemente, luego de tanto esfuerzo, la escritura en las redes sociales y la cultura de la inmediatez tiendan a la supresión de lo que se considera “superfluo” aunque en realidad es indispensable para comprender un texto con profundidad.

“El lenguaje escrito –dice Michalsen– significó, sin lugar a dudas, una condición esencial para el desarrollo y avance de las diversas culturas, y esto no podría haber sucedido sin la participación de las comas, los signos de interrogación y tantos otros signos. La evolución de la puntuación, que culminó hace aproximadamente 500 años, resultó fundamental para el progreso de la civilización europea”. Agrega, además, que la estandarización de la puntuación, así como otras innovaciones, jugaron un rol importantísimo en un elemento democratizador de la lectura como fue la imprenta. A partir de ella, la lectura silenciosa se volvió una posibilidad cierta. Cabe recordar que el tipo de lectura que hoy es el más común de todos es el resultado, entre otras cosas, de la aparición de la imprenta y también de la alfabetización, dado que quienes leían en voz alta lo hacían, por lo general, para comunicar algo a una mayoría analfabeta. En la Edad Media, saber leer era el privilegio de unos pocos, entre ellos, de los monjes que se dedicaban a transcribir manuscritos adornados con dibujos pintados o miniados, palabra de la que deriva, justamente, “miniatura”.

Michalsen sostiene, y con razón, que las formas medievales de escritura que comprendían solo unos pocos habrían resultado incomprensibles para las mayorías a las que podía llegar la impresa. Como ejemplo de cómo se escribía hasta final de la Edad Media pone el siguiente:

LOSTEXTOSSEHUBIESENPRESENTADOCOMO HASTAELFINALDELAEDADMEDIA

Como resulta obvio, los textos se escribían sin separación entre palabras y en mayúsculas, lo que hacía necesaria una destreza que la mayoría no poseía para poder comprender lo que decían. Este tipo de escritura ligada se llamaba scriptio continua. Solo se utilizaba para facilitar la lectura una línea horizontal que separaba los párrafos.

Según el especialista, fue Aristófanes de Bizancio, que tenía 60 años cuando se convirtió en el director de la Biblioteca de Alejandría, quien comenzó a idear formas para agilizar la comprensión de los textos. “La idea básica de Aristófanes –dice Michalsen– fue dotar al texto de distinctiones, puntos circulares que debían colocarse a diferentes alturas según la importancia y duración de la pausa a marcar. La comma (coma), el colon (dos puntos) y el periode (punto) constituían signos retóricos para pasajes que podían ser cortos, medianos o largos. Los signos que seguimos utilizando, como la coma y los puntos (…), originalmente no eran signos de puntuación, sino indicadores de separación”.

Pero fue Isidoro de Sevilla (560-636 d.C) quien pensó que la puntuación se podía utilizar no como marcación de una pausa en el habla, sino sintácticamente, es decir, para delimitar unidades gramaticales. La diferencia es esencial ya que suponía considerar que la escritura no es la simple transcripción del habla, sino algo independiente de ella, autónoma y, por lo tanto, con leyes propias. Este concepto que pensó entre los siglos VI y VII de nuestra era no es fácil de asimilar. Aún hoy hay personas que piensan los signos de puntuación como la coma, el punto y coma, y el punto y aparte como pausas del habla de distinta intensidad. Sin embargo, no establecen pausas, sino estructuras gramaticales. Por ejemplo, dado que la oración es un todo, no puede colocarse una coma entre sujeto y predicado. Las aposiciones, es decir, los breves párrafos explicativos de una noción, deben ir obligatoriamente entre comas, como por ejemplo en la frase “María Antonieta, la reina guillotinada, murió en….”.

El recorrido que hace el autor por el desarrollo de los signos de puntuación excede largamente los límites de esta nota, pero algunas observaciones merecen ser mencionadas. Por ejemplo, que los signos de interrogación constituyeron una ayuda para los predicadores que “necesitaban saber si se enfrentaban a una acusación o a una pregunta”. También el signo de interrogación que se interpretaba como una entonación que permitía distinguir una cosa de la otra, se incorporó al marco gramatical.

El libro de Michalsen resulta realmente apasionante y pone en evidencia un enorme trabajo de investigación que sabe expresar de una manera entretenida.  «