El vínculo de Federico García Lorca con la Argentina, y en particular con Buenos Aires, sigue siendo muy intenso. Lo fue cuando el poeta español aún vivía y pasó por esta ciudad, en la que vivió poco más de seis meses entre 1933 y 1934. Y lo es todavía hoy, cuando su obra forma parte permanente del menú teatral porteño, y hasta su trágico destino sirve de espejo histórico para interpelar a los argentinos. Desde la sumatoria de esas razones, el estreno de Bailar la sangre se ofrece como un nuevo eslabón en la cadena que salvaguarda el vínculo entre aquel poeta y esta ciudad, que es a la vez emotivo y artístico. La película, dirigida por Eloísa Tarruella y Gato Martínez Cantó en torno a una particular adaptación de la pieza teatral Bodas de sangre, se mueve siempre entre dos orillas que se manifiestan de forma recurrente.

Su carácter híbrido se plasma de formas diversas, combinando la ficción con lo documental, el drama y la música e incluso la puesta en escena con el detrás de escena. Esa decisión por un lado les permite a sus directores narrar esta versión de la clásica obra lorquiana utilizando los recursos de la danza y los ritmos del flamenco, propios de Andalucía, patria chica del autor. Pero por el otro también abordar de forma documental el trabajo previo realizado para ir dándole forma a la puesta en escena. Castings, ensayos, procesos de investigación y hasta diálogos con la primera actriz Cristina Banegas y el crítico teatral Jorge Dubatti, que sirven para establecer un marco dramático y crítico. Moviéndose de manera permanente sobre estas fronteras y para decirlo en palabras del propio Dubatti, Bailar la sangre destaca el carácter liminal de la obra de Lorca.

Bailar la sangre comienza con una mujer bailando, una escena que está signada por el tono de la tragedia. La decisión permite que al mismo tiempo el espíritu del flamenco comparta la escena con la potencia de lo femenino, auténtico combustible del que se alimenta la obra del poeta nacido en Granada. Quien baila es la actriz y bailarina Brenda Biachimano, elegida para interpretar el rol de La Novia, protagonista de Bodas de Sangre. Es cierto que en una primera mirada el personaje puede parecer una mera prenda que se disputan El Novio y El Amante, sin embargo se trata de un símbolo que representa a la mujer que pelea contra los mandatos sociales. La mujer como individuo en torno del cual se articulan las tensiones de la sociedad: ese podría ser el punto de vista desde donde Tarruella y Martínez Cantó abordan el drama lorquiano. El detalle vuelve a hablar del enorme valor que este trabajo de Lorca sigue teniendo para representar al mundo, casi 90 años después de su publicación. Vigencia. Lo dice la propia Bianchimano durante un diálogo que sostiene con su colega Mimí Ardú (quien interpreta a La Madre del Novio), durante una sesión de maquillaje antes de rodar una escena: Lorca vive en el presente. La película se alimenta de esa certeza.

Dubatti, tal vez la voz más autorizada en el territorio de la crítica teatral en la Argentina, lo afirma con mucha claridad cuando dice que el mérito de Bailar la sangre consiste en poner en escena esa interacción entre el trabajo de Lorca y la realidad. Para él la película permite constatar lo intensamente política y social que resulta su obra, subrayando el hecho de que el rodaje de la película se haya realizado en las instalaciones de una fábrica recuperada por sus trabajadores, hoy convertida en cooperativa. Un detalle que puede ser visto como catalizador del cruce entre realidad y ficción, pero también entre la alta dramaturgia y el carácter social de su contenido.

Al mismo tiempo dicha operación cumple con una premisa que el mismo Lorca hizo propia durante sus últimos años de vida: la de sacar al teatro de sus espacios tradicionales, para acercarlo al territorio de lo popular junto a los miembros de su compañía teatral ambulante. Como si de golpe el poeta  hubiera caído en la cuenta de que el teatro encerrado en una sala se había convertido en un gesto conservador, en un rito más mortuorio que vital. Desde esa perspectiva Lorca también puede ser visto como el Prometeo de los dramaturgos, robándose el fuego de la cultura para llevar su luz y su calor a los que han sido condenados a la fría oscuridad de la ignorancia. Un gesto de gran potencia política si se tiene en cuenta que España se encontraba en los albores de su Guerra Civil. La película también hace suya esa búsqueda en el actual contexto crítico de la Argentina.

En el terreno de lo cinematográfico es inevitable no vincular a Bailar la sangre con Aniceto (2008), la última película rodada por Leonardo Favio antes de su muerte. Aunque la distancia entre ambos trabajos es grande, sobre todo en términos de producción, en Bailar la sangre habita algo de la potencia de aquel film en el que el gran cineasta argentino reinterpretó en clave musical su película de 1967, El romance del Aniceto y la Francisca. Si bien la fantasía flamenca en torno a Bodas de sangre representa apenas una de las múltiples líneas que componen la trama urdida por Tarruela y Martínez Cantó, hay algo en esa coreográfica puesta en escena que hace que las dos películas puedan compartir sin vergüenza sus lazos familiares. En ambos casos el amor y la tragedia son las herramientas que les permiten a sus autores ofrecer una mirada a la vez estilizada y empática de las clases populares.