“Dulce vecina de la verde selva / Huésped eterno del abril florido / Grande enemiga de la zarzamora / Violeta Parra. / Jardinera / locera / costurera / Bailarina del agua transparente / Árbol lleno de pájaros cantores / Violeta Parra.” Nicanor, su hermano mayor, el “antipoeta” centenario, comenzó con estos versos la elegía que le dedicó tras su muerte.

Ella –mujer latinoamericana, poeta, artista plástica– se plantó en esta tierra como semilla y se convirtió en el árbol que cobijó a las generaciones de artistas populares de todo el continente. “Viola chilensis” la llamó Nicanor. Es que su vida y obra son inseparables de la tierra que la moldeó, y a la que ella ayudó a dar forma e identidad. La universalidad de sus canciones tiene raíces profundas en el costado pacífico de la cordillera. Escuchar a Violeta Parra, o a sus canciones interpretadas por otros –como Mercedes Sosa, que convirtió algunas en verdaderos himnos–, es adentrarse en su mundo íntimo y amoroso, pero también uno de fuerte contenido social.

De origen humilde y parte de una familia de artistas se destacó como defensora de las tradiciones populares y de sus formas expresivas, a las que conoció de primera mano e investigó en profundidad. “Consulté a Nicanor, el hermano que siempre ha sabido guiarme y alentarme. Yo tenía veinticinco canciones auténticas. Él hizo la selección y comencé a tocar y cantar sola. Después me exigió que saliera a recopilar por lo menos un millar de canciones. ‘Tienes que lanzarte a la calle’, me dijo (…) Encontré folklore en todas partes.”

Gran parte del material que recopiló –coplas, cuecas y tonadas– probablemente se hubiera perdido sin su trabajo. Esa experiencia antropológica la convirtió en testigo de cómo vivían los mineros, campesinos y aborígenes; y ese pasaría a ser uno de los ejes de sus composiciones.

La obra plástica de Violeta Parra es más secreta. Sus óleos eran el espacio en que se abría a lo más oscuro y dolido de la vida, mientras que los tapices y arpilleras, donde predominaban la paleta del mundo araucano: amarillo, negro, violeta, rojo, verde y rosado, expresaban el goce y la vitalidad. En un planteo estético que la acerca más a la tradición del barroco americano que al clasicismo occidental, usó materiales del mundo popular e indígena que mostraban la vida y leyendas del pueblo chileno. “Las arpilleras son como canciones que se pintan”, afirmó.

En 1964 fue la primera hispanoamericana en tener una muestra individual en el Louvre, en París. Al año siguiente retornó a Chile y como durante toda su vida, su actividad continuó febril, grabando discos, escribiendo canciones. Luego montó junto a sus hijos una Carpa en la comuna de la Reina, un centro cultural que finalmente no funcionó como había planeado y donde decidió quitarse la vida.
Su vida sentimental fue signada por dos grandes amores, Luis Cerceda, el trabajador ferroviario a quien dedicó la recordada canción “Qué he sacado con quererte”, con influencias rítmicas mapuches; y el joven suizo Gilbert Favré, que posteriormente conformaría el grupo Los Jairas, al que le compuso “Run run se fue pa’l norte”.

A cincuenta años de su muerte, y cien de su nacimiento, no es posible pensar una Latinoamérica sin Violeta Parra, sin sus canciones, sin su poesía. Pertenece a esa genealogía de creadores a los que adopta el pueblo. Dejó una huella ardiente, que no se mitiga ni sofoca con el correr del tiempo. Aún todos queremos abrazarla y sentirnos abrazados por ella. «