“Marsella, 29 de julio. A las siete de la tarde, tras larga vacilación, consumí hachís. Durante el día había estado en Aix. Con la absoluta seguridad de que en esa ciudad de cientos de miles de personas, donde nadie me conoce, no podrán molestarme, estoy tirado en la cama. Y sin embargo me molesta un niño que llora. Pienso que ya deben haber pasado 45 minutos. Pero solo pasaron veinte… Entonces estoy tirado en la cama; leí y fumé. Frente a mí, siempre la vista sobre el ventre de Marsella. La calle que vi muchas veces parece un corte hecho con un cuchillo.” 

Este párrafo pertenece a «Hachís en Marsella», uno de los textos que integran Hachís, de Walter Benjamin (1892-1940), publicado recientemente por Ediciones Godot en una muy cuidada edición. 

El volumen, con traducción de Nicole Narbebury y prólogo del escritor Martín Kohan, recoge tanto los escritos del filósofo y crítico alemán ligado a la Escuela de Frankfurt sobre su experiencia personal con la droga, como los protocolos de experimentación de los que formó parte junto con sus amigos Ernst Bloch, Ernst Joël y Fritz Fränkel. Incluye, además, tres interesantes bosquejos (¿podríamos llamarlos caligramas, aunque ninguno de ellos constituya  un poema?) realizados por Benjamin en el trance por mescalina.

El teórico alemán, que mantuvo siempre una distancia sobre lo observado, condición sine qua non para hacer posible una actitud crítica, contra lo que podría pensarse, no la perdió al consumir droga. Alejado de cualquier deseo de evasión,  siguió siendo un observador minucioso, un estudioso también en esta circunstancia.

¿Qué buscaba en las drogas si no era un deseo de huida? Martín Kohan proporciona una posible respuesta. “Walter Benjamin –dice– persiguió como pocos, o acaso como nadie, ese punto insondable donde las palabras y la experiencia pueden llegar a tocarse. Lo buscó con la persistencia de lo que impulsa el deseo, pero también con la zozobra de lo que se sospecha que puede ser en verdad inalcanzable. Que las palabras y la experiencia puedan llegar a tocarse, vale decir que la experiencia pueda, por fin, de alguna manera, ser dicha: Benjamin presintió esa promesa a veces en cierta zona más o menos mística de la cabalística judía, otras veces en el discurrir sin control consciente de la escritura surrealista, otras veces en la inmediatez palpable de la narración oral, otras veces, en la excepcional plasmación literaria de un poeta como Baudelaire. Sus propios escritos, en algunos casos, lo procuraron (…)”. ¿Su relación con el hachís podría formar parte de esa voluntad de que la palabra pueda lograr una distancia mínima con la experiencia, una distancia tan estrecha como para llegar a tocarse?

Para mantener su distancia con lo observado, Benjamin nunca escribe en el trance mismo de la droga, sino cuando este ha pasado y él recupera su capacidad de observador. Tal como observa Kohan, si la lectura precede a la experiencia de la droga, la escritura la sucede. Y si la experiencia resulta pobre en relación con la narración que de ella hace Benjamin, no es por la inmediatez, sino por la distancia que interpone la escritura.

Charles Baudelaire fue, sin duda, el gran inspirador de Benjamin en su experiencia con el hachís. En 1933 el filósofo vivía en su ciudad natal, Berlín, pero con el acceso del nazismo al poder, debió buscar refugio en Francia. Allí comenzó a escribir una obra muy ambiciosa acerca del autor de Los paraísos artificiales, un libro de ensayos relacionados con la droga que fue publicado en  Revue contemporaine en dos partes. La primera, en 1858 (Sobre el ideal artificial, el hachís), y la segunda, en 1860 (Encantamientos y torturas de un comedor de opio).

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Como otros textos de Benjamin, también el libro sobre Baudelaire quedó inconcluso y fue publicado recién en 1973 con el título Charles Baudelaire: un poeta lírico en la era del auge del capitalismo. Su fascinación por Baudelaire quedó plasmada también en la traducción al alemán que hizo de Las flores del mal, un libro de poemas que fue un punto de inflexión en la poesía francesa.

El gran teórico de la modernidad dejó una obra valiosa y, a la vez fragmentaria, producto quizá de un deseo de abarcar demasiadas aristas y también de una vida difícil que acabó de manera trágica. Vivió solo 48 años. En 1940, el país en que se había refugiado dejó de ser un refugio porque los nazis tomaron Francia. Debió huir nuevamente. Su propósito era dejar a Europa, en donde el nazismo se extendía y parecía imposible de detener.  Para llegar a su objetivo quiso atravesar España, pero fue detenido en la frontera franco-española. Fue así que en un modesto alojamiento de Port-Bou, en la provincia de Girona, logró lo que para su admirado Baudelaire había sido solo un intento: se suicidó. La droga dejó de ser, como tiempo atrás, una forma de acercarse al conocimiento y se convirtió en el instrumento de su muerte. Se mató ingiriendo una sobredosis de morfina.  «