Karim Bare, de Níger, y Farkhod Oripov, de Tayikistán, ya se tiraron antes de la orden del juez de salida y fueron descalificados en la etapa de clasificación de los 100 metros libres en los Juegos Olímpicos de Sydney 2000. Pero no Eric Moussambani, el nadador de Guinea Ecuatorial, que se agarró del borde. Y tendrá que nadar solo. Más miedo. Más nervios. Porque, en concreto, no sabe nadar. En el pequeño país de África Central, en Malabo, la capital, Moussambani se había entrenado en el hotel Ureka apenas tres horas por semana en una pileta de poco más de 13 metros. También en el río Timbabé, aguas profundas de pescadores que lo amedrentaban por la irrupción de cocodrilos. Moussambani se lanza y agarra ritmo, aunque rápidamente, antes del giro para los últimos 50 metros, se agota, parece hundirse en el agua, le duelen los pies. En el Sydney International Aquatic Center lo alientan 17 mil personas. “Go, go, go, go, go!”. Sigue como puede. Los últimos metros lo hace con el freno de mano, sin dar patadas, con la cabeza afuera. Y Moussambani completa los 100 metros en 1 minuto, 52 segundos y 72 centésimas, el peor registro de todos los tiempos en un Juego Olímpico. Pero ahí cambia su vida.

Cuando Moussambani se arrojó a la pileta, el argentino José Meolans se encontraba concentrado en la zona de última llamada, ya que también clasificaría en los 100 m. Escuchó el griterío, y pensó lo peor: un accidente. “Salvo cuando nadaba Ian Thorpe, que la tribuna se caía abajo, no pasaba. Pero no nadaba Thorpe ni ningún australiano”, recuerda ahora Meolans, quien entonces se amontó frente a las pantallas de la zona con el resto de los nadadores. “Vi los últimos 15 metros de Moussambani, no la previa. Fue de locos. No era normal en un Juego Olímpico. Ahora pienso que al quedarse solo para largar se sintió con tanta adrenalina, que sin conocerse, salió tan rápido que gastó energía, llegó del otro lado, y se le apagó la película. Tenía que volver, hacer la segunda parte, y esos 50 metros se le hicieron diez kilómetros, un chicle”. Moussambani había entrado a Sydney 2000 como invitado en el marco de un plan de expansión mundial del Comité Olímpico Internacional (COI): que haya presencia de todos los países. Quedó, al final, a más de un minuto del oro olímpico en los 100 m, el holandés Pieter van den Hoogenband (48s, 30c).

Moussambani tiene hoy 42 años. Es el entrenador de la selección de natación de Guinea Ecuatorial. Y en el país que gobierna el dictador Teodoro Obiang desde 1979, hay dos piletas olímpicas, una en Malabo, y otra en la ciudad de Bata, construidas tiempo después de que regresara de Sydney como celebridad. “En teoría, estaba casi preparado para los 50 metros, pero lo inscribieron mal”, dice Eduardo Otero, nadador argentino que compitió en los 100 y 200 metros espalda, además del relevo 4×100 junto a Meolans. Cuando Moussambani se zambulló al agua, Otero se encontraba en la pileta de afloje, contigua a la principal. “¡Vení, vení!”, lo llamó su entrenador. El tiempo de Moussambani le fue suficiente para salir del agua, pararse frente a una pantalla y ver los últimos cinco metros. “Se llevó más prensa que los ganadores de los oros. Fue un furor”, bromea Otero, y cuenta: “Se hizo hombre de Speedo, la marca de mallas. Al año siguiente, en el Mundial de Fukuoka, en Japón, fue a participar de los 50 metros libres e hizo una marca decorosa. En la natación todos nos acordamos de él, quizá no muchos por fuera. Si cuando jugás bien al futbol sos Maradona, cuando nadás mal sos Eric Moussambani. Es una marca registrada: ‘Me siento peor que Moussambani’. La usamos mucho”.

Moussambani, de algún modo, popularizó la natación. Cinco meses antes de aquel 20 de septiembre de 2000 había escuchado una convocatoria por radio: se necesitaban nadadores para viajar a Sydney. Fue el único que se presentó en tiempo y forma. Salió por primera vez de Guinea Ecuatorial, único país africano en que se habla castellano, ya que fue colonia de España hasta 1968. Tres días de viaje. Una semana antes de la prueba, mientras miraba cómo se entrenaban los demás nadadores, Kevin Johnson, miembro de la delegación de Sudáfrica, se le acercó y le preguntó si era nadador, porque nadaba “raro”. “Es la primera vez que vengo a un Juego Olímpico y no sé nada”, le respondió, balbuceando en inglés. Johnson le dio clases exprés de técnicas: cómo girar bajo el agua, cómo nadar con la cabeza baja, cómo respirar entre brazada y brazada. La noche anterior, Moussambani miró películas de historias olímpicas que había en la Villa. Ahí advirtió que debía esperar una señal del juez antes de tirarse a la pileta. El día de la competencia se cruzó con Johnson. Lo iban a descalificar por usar una bermuda, indumentaria antirreglamentaria. Le consiguió una malla de licra Adidas y antiparras. Después de los 100 metros, volvió a la Villa Olímpica. Desayunó y, extenuado, con dolores musculares, durmió cuatro horas. Cuando despertó, era buscado por periodistas de todo el mundo. Y otros deportistas le pedían autógrafos.

“Mi aparición en los Juegos Olímpicos sirvió para que se conociera más a mi país y me convertí en una figura del deporte. Soy una especie de embajador de la natación en África -dijo en abril pasado a la agencia Efe-. En Guinea Ecuatorial tenemos niños y niñas nadando en las categorías base, algo impensable cuando yo empecé”. Son los herederos de Moussambani, que trabaja además en una empresa petrolera, porque es ingeniero en sistemas, y que no acudió a Atenas 2004 porque el Comité Olímpico de su país le perdió el pasaporte. Antes de retirarse, eso sí, Moussambani bajó su marca de los 100 m: 56 segundos y 88 centésimas.