Gabriel Milito recién se estaba probando la pilcha como entrenador del plantel profesional de Independiente. Había comenzado a poner sobre la cancha su idea de juego en los primeros amistosos cuando se le acercó Fernando Berón, el encargado de la Reserva, para pasarle un dato: “Hay un pibe de la Sexta que la rompe”. El pibe, de 17 años, con edad de Sexta, había salteado varios escalones y hacía tres semanas que se entrenaba con la Tercera. Estaba en el club desde hacía dos años, cuando llegó desde su ciudad natal, Villa Gobernador Gálvez, muy cercana a Rosario. Se trataba de Ezequiel Barco. Y no era la primera vez que Milito escuchaba ese apellido.

Como suele ocurrir cuando un futbolista se destaca en las inferiores de un club, la información se empezó a expandir, al menos entre los allegados. Los que saben de caminar por los polvorientos caminos del predio de Villa Domínico estaban al tanto de que un petisito, el 10 de la Sexta, pintaba para crack. A Milito le llegó esa información y cuando la escuchó de quien correspondía, quiso saber de qué se trataba. El entrenador discípulo de Guardiola lo llamó al pibe una mañana helada, le habló durante un cuarto de hora, quiso escucharlo aunque lo logró a medias por la timidez extrema que lo caracteriza y lo mandó a la cancha en un amistoso contra Villa Dálmine. A los diez minutos de verlo en acción ya no tuvo dudas. Desde ese día de principios de julio, Barco pasó a formar parte del plantel de Primera.

Aunque todavía puede crecer, Barco no se destaca por su altura ni por su porte. Algunos videos que hoy se están haciendo virales demuestran que la camiseta roja con el 10 en la espalda ya le quedaba grande en las Inferiores, casi tanto como la 27 con la que debutó en Primera. Apenas 167 centímetros separan su frente del piso y sus piernas fibrosas deben soportar 67 kilos. Cuando llegó al club era todavía más chiquito, pero traía un antecedente valioso: venía de jugar en la escuela rosarina de Jorge Griffa. Y fue justamente él, el hacedor de Batistuta y de Gago, por nombrar sólo a dos, el que lo aprobó en Avellaneda cuando recién estaba dando sus primeros pasos como coordinador de las divisiones menores. En el mundo futbolero, Griffa es casi un sinónimo de descubridor de talentos, pero nadie se esperaba hace dos años que ese morochito podía llegar a despertar tantas expectativas.

Barco jugó los cuatro partidos oficiales que lleva Milito como entrenador de Independiente. En todos entró para mostrar su talento durante la última media hora. Fue una de las poquitas luces en la opaca derrota frente a Defensa y Justicia por la Copa Argentina, fue un integrante de lujo en el batacazo ante Lanús por la Copa Sudamericana y mostró algunos destellos en el esforzado triunfo en Córdoba contra Belgrano. Pero su noche soñada llegó el sábado, la primera vez que pisó en forma oficial el césped del Libertadores de América, contra Godoy Cruz. La gente que copó el estadio para recibir a Milito lo recibió con expectativas. Y estalló en un aplauso generoso, gratificante, cuando el pibe tiró un caño muy parecido al que Messi había hecho unos días antes en Mendoza. Aplauso que escuchó desde el piso y con un dolor agudo en su pierna diestra, la que mejor usa, debido a una patada de esas que hasta pueden sacar de la cancha a un jugador.

Se levantó Barco. Se levantó para seguir jugando, tocando de primera y gambeteando como si nada hubiera pasado. Buscó asociarse con Vera, con Benítez, con Tagliafico, con cualquier futbolista de camiseta roja que le pasara cerca. Estaba haciendo realidad su sueño de jugar en ese estadio que se le aparecía mítico cuando llegó de Gálvez con 15 años recién cumplidos. Es un enganche clásico, siempre apunta para adelante y el sábado mostró su ambición constante de buscar el área de enfrente. Hasta que llegó el gol, esa jugada que nació por la derecha y que él siguió por la izquierda. El taco de Vera, el pase del Torito Rodríguez y la definición de frente al arco para alzar los dos brazos de cara a una tribuna repleta de gente vestida de rojo que saltaba y gritaba enloquecida. Los abrazos de todos sus compañeros, el pitazo del árbitro para terminar el partido y el momento sublime, inesperado, añorado. “Olé, olé, olé, olé… Barco, Barco”, con esa “o” que se alarga hasta el infinito. No lo pensó el pibe en ese momento. No. Pero debe haber muy pocos registros de futbolistas que sintieron corear su nombre la primera vez que jugaron en la cancha de Independiente.

Después las lágrimas, el micrófono de la tele que se le pega a la boca, la cámara que lo enfoca y él ahí, tratando de articular una frase en medio de tanta locura. Fue el último en entrar al vestuario y el “grande Tirri” con que lo recibieron sus compañeros lo volvió a emocionar. Tirri le dicen desde que pisó Avellaneda por primera vez. Tirri le dicen sus compañeros de la pensión que tiene el club en Domínico, donde todavía vive a pesar de haber firmado su primer contrato como profesional. Tirri le decían cuando la rompía en la Sexta y era el encargado de patear los tiros libres. Tirri le dijeron cada uno de sus amigos cuando lo llamaron por teléfono para alargar un sábado que para él debería haber sido eterno.

“Lo importante es que nosotros, el club y el plantel, lo ayudemos en el comienzo de su carrera, que seguro será importante”. La voz grave y profunda de Milito retumba en las entrañas del Libertadores de América un rato después de terminado el partido contra Godoy Cruz. El entrenador se refiere a Barco. Y agrega: “No debería dejarse llevar por los elogios que escuche en la semana, tenemos que ayudarlo a que no caiga en esa trampa”. Si el encargado de guiarlo piensa así, va por buen camino. Si él lo entiende, puede hacer que el 10 de septiembre de 2016 pase a ser una fecha histórica cuando se recuerde su primer gol en Primera. Depende de muchos factores, pero la semilla ya está plantada. Algunos de los pibes que viven con él en la pensión lo cargan y le dicen “cara de viejo”, porque tiene facciones que lo hacen parecer mayor de lo que es. Justamente todo lo contrario que el Kun Agüero, quien sigue teniendo cara de pibe a los 28 años. Pero no. Basta. Mejor no caer en la tentación de compararlo con nadie.