La voz siempre ronca, anteojos negros, el mismo buzo y la planilla con la hoja que contiene el dibujo de la cancha y la nómina manuscrita de jugadores. Siempre el mismo periodista, el Ruso Ramenzoni, hace la recurrente pregunta sobre la formación. El técnico lo mira, le apoya su mano en el hombro, observa la planilla y lee. Nadie duda de que puede recitar de memoria hasta la eternidad esos nombres, pero lee. Así lo hizo antes del primer partido del torneo del ‘91, en la concentración de Santiago de Chile, antes de vencer 3-0 a Venezuela. Dos semanas después lograrían la Copa América, tras ganarle a Colombia.

Ahora es 3 de julio de 1993. Al sol de Guayaquil lo absorbe por una asfixiante neblina que nace en el río Guayas. El predio del Filambanco es realmente humilde para albergar a las estrellas argentinas. Por supuesto: hizo renumerar las habitaciones para evitar el 13 y el 17. Varias veces debió penar ante la “adversidad” de usar esos números en las camisetas de sus “players”. Las primeras tres piezas daban a la cancha principal: fueron para él y sus ayudantes, el Panadero Díaz y Mostaza Merlo. Salían los tres al mismo tiempo, como un medio campo guerrero, rocoso, imperturbable. El exvolante saludaba primero. Luego, el turno del Coco Basile. Aunque su primer discurso, inexorablemente, fuera el equipo. Ese sábado dijo: “Goyco; Basualdo, Ruggeri, Borrelli, Altamirano; Zapata, Simeone, Redondo, Pipo, Bati y Acosta. Ahora sí, ¿qué quieren saber, muchachos…?”. Pipo era Néstor Raúl Gorosito, junto a Leo Rodríguez los surtidores de fútbol de ese equipo, hasta anoche el penúltimo ganador argentino de la Copa América.

El Ruso no estuvo el día previo al debut. El DT recordó el detalle cuando llegó con toda la delegación, tras el partido, al hospital donde estaba por ser operado Darío Franco. A todos los que estábamos en el muy inglés estadio George Capwell se nos paralizó el corazón al oír el ruido que evidenció la fractura en la pierna del volante argentino, uno de los preferidos del Coco. Un inicio de la Copa del ’93 inquietante. Ganaría Argentina con un gol de Batistuta, cuándo no. Pero nadie festejaría esa noche.

Tampoco estuvo el Ruso en la siguiente previa y Basile vio pasar a los fantasmas: al otro día Argentina solo pudo empatar contra México. Y aunque volvió su cronista fetiche antes de jugar con Colombia, el cuerpo técnico quedó patitieso cuando luego de que el Cholo Simeone metiera el primer gol, Freddy Rincón empatara para el equipo de Pacho Maturana. Tocaba Brasil en cuartos: respeto mutuo, juego de músculos firmes, Müller que desnivela y Rodríguez que decreta los penales ante el avaro Scrach de Parreira: perfecta ejecución argenta y otra vez Goyco (ante Boiadeiro). En semis reapareció el cuco colombiano, cuatro meses antes del fatídico 5-0. Gran partido de Simeone, bien bancado por el Chapa Zapata, para cerrar los caminos de Asprilla, Valderrama y compañía. Otra vez los penales (tras el 0-0), otra vez la efectividad celeste y blanca para un 6-5; otra vez las manos de Goyco, ante Aristizábal.

El accidentado triunfo inicial y cuatro empates. Así arribó a la final en el estadio Monumental del Barcelona ante 40 mil ecuatorianos que se hicieron hinchas mexicanos. Otra vez un día gris, un primer tiempo cerrado, de hacha y tiza en el medio, aunque el gol estuviera cercano en las dos áreas. Hasta que Bati fue a buscar un pelotazo en tres cuartos, le tiró el lomo al mexicano Ambriz que quedó despatarrado y al pisar el área clavó la pelota abajo. Pero a los tres minutos Goyco evitó el gol derribando a Luis Alvez, aunque  no pudo sacar el penal de Galindo.

Pero esa tarde había reaparecido el Rey León. El Cholo, al que le había tocado la 10 en la espalda, peleó un lateral, lo ganó y mientras la defensa rival dormía la siesta guayaqueña, le tiró la pelota a Bati, que se perfiló en el área, mientras más allá el Beto Acosta, solo de soledad total, reclamaba el pase moviendo los brazos como aspas. No, qué va. Gabriel Omar del Gol metió un zurdazo (¡qué importa!) inalcanzable para el Loco Jorge Campos.

Un rato después el capitán Ruggeri recibiría la Copa y se la prestaría a Bati. El Ruso Ramenzoni, en el palco de periodistas se abrazaba con cada uno de nosotros. Ninguno, siquiera el Coco Basile, imaginaba que deberían trascurrir 28 años para que un argentino elevara ese mismo trofeo otra vez al cielo. «