En julio de 1989, hace 33 años, ocurrió el femicidio olvidado del deporte argentino. En el mismo mes en que Carlos Monzón era condenado a once años de prisión por haber matado a Alicia Muñiz en febrero de 1988 en Mar del Plata, un basquetbolista estadounidense que jugaba en nuestro país –Eddie Pope– asesinó a su novia –Silvana Ercoli, de 27 años– en un acto similar: la arrojó desde el balcón de un quinto piso de un edificio de San Telmo. A mediados de los ’90, después de haber quedado en libertad tras cumplir su condena en la cárcel de Devoto, el deportista asesino volvió a jugar en nuestros estadios. Ya muy pocos recordaban el crimen.  

Que este femicidio haya quedado en la papelera de reciclaje de la historia tal vez empieza a explicarse desde su origen: el abordaje periodístico de una época en que se hablaba de dramas pasionales. “Una pareja se tiró de un quinto piso: la mujer falleció”, tituló Clarín el sábado 29 de julio de 1989, diario que al día siguiente insistiría en frases como “la decisión trágica de morir juntos” o “favorable evolución del deportista que cayó del quinto piso”. La perspectiva de Crónica fue diferente: “Criminal basquetbolista: despechado, masacra a su ex amada y la tira del balcón”, publicó el 29 de julio, e insistió al día siguiente: “Basquetbolista asesino”. Una revista especializada de la época, Sólo Básquet, aportó el contexto deportivo: “No produjo sorpresa en algunos: quienes conocían a Eddie Pope, intolerante y de enojo fácil, estaban seguros de que era capaz de cualquier cosa”.

Más de tres décadas después, la reconstrucción de la carrera del femicida comienza en Mar del Plata, donde Pope jugó para Peñarol, su primer equipo en Argentina. José “Pepe” Fernández, dirigente del club durante décadas, traza una amarga analogía de la primera vez que lo vio. “Pope llegó en 1987, cuando estábamos en segunda división, porque lo recomendó un jugador nuestro, norteamericano, que nos dijo que de la universidad de su país conocía a un pivote grandote, atlético, un poco loco. La primera vez que lo vi me sorprendió porque se comió un pollo con la mano en el restaurante de Peñarol, donde Alicia Muñiz cenó con Monzón en su última noche”, dice Fernández, que años más tarde llegaría a ser presidente del club.

De 2 metros y 5 centímetros de altura, formado en la Universidad de Southern Mississippi –y ya con pasado deportivo en Italia y Francia–, Pope se convirtió de inmediato en una figura de Peñarol, que a finales de 1987 –en parte gracias a él– ascendería por primera vez a la Liga Nacional, la máxima categoría del básquet argentino, de la que actualmente es pentacampeón. Excéntrico, carismático y pendenciero, la hinchada lo tomó como un ídolo, un jugador sin límites que se animaba a todo: en su debut, en un amistoso contra Unión de Santa Fe, Pope se le plantó cara a cara a Sebastián Uranga –emblema de la Selección argentina– y le hizo señas de amagar a cortarle el cuello. 

“No llegó a jugar todo el año, un poco porque la economía del país se iba al diablo pero también porque ya había líos. A mitad de año lo vendimos a Francia, al Paris Saint Germain”, recuerda Fernández (aunque la revista Sólo Básquet se refirió al Limoges de ese país). La prehistoria de la tragedia, sin embargo, ya había sumado su primer capítulo: Ercoli, una joven de San Nicolás, conoció a Pope durante sus vacaciones en Mar del Plata. “Estaba de turista, se vieron en el hotel donde él vivía”, recuerda el dirigente.

Ya con Peñarol en la Liga Nacional, en 1988, Pope regresó al club desde Europa y, gracias a su personalidad explosiva y a la espectacularidad de su juego –las volcadas estremecían los aros–, renovó el idilio con la hinchada. También en Francia y en la vuelta a Mar del Plata continuó su relación con Silvana, a quien él, por problemas de fonética, llamaba Nirvana. “La cosa anduvo bien un tiempo e incluyó un viaje de la pareja a Estados Unidos, la tierra del jugador”, reseñaría Sólo Básquet después del crimen. Pero, otra vez, Pope no llegaría a fin de año con Peñarol. En la Primera División duró un puñado de partidos.

“Era un gran atacante, volaba en el aire y tenía un poder de salto enorme pero era muy indisciplinado, capaz de tomarse tres Coca Cola con vodka antes de los partidos. Era bravo sostenerlo… En esa época me compré un perro doberman y, como su carácter era tremendo, de nombre le puse Pope”, grafica Fernández. Testigos recuerdan que, en su desquicio habitual, el estadounidense tomó del cuello a un juvenil en un entrenamiento. Un integrante del cuerpo técnico le pidió al club que Pope fuera sancionado y, ante la falta de castigo, renunció a su cargo.

A pesar del interés de varios equipos de la Liga Nacional, su mala fama le jugó en contra y Pope recaló en Rivadavia de Necochea, un club de la Segunda División con escaso presupuesto. “Lo traje a Necochea en un Fiat: no entraba en el auto”, dice Hugo Teyseyre, entonces directivo del club. “Sabíamos que en Mar del Plata había hecho desastres, no sé si había salido con la mina de un dirigente, pero lo contratamos. Vino casi regalado, por unos dólares. No estaba bien entrenado pero era  desequilibrante, ganaba casi solo. Acá también se mamaba y ya estaba enfermo por la chica que mataría después. Un jugador de nuestro equipo había comprado un anillo en una joyería y Pope le pidió la boleta para después simular ante su novia que le había comprado una joya, pero que la había perdido”.

La semana en que Rivadavia debía jugar ante Independiente de General Pico, por la B, Pope viajó a Buenos Aires para ver a Silvana. El crimen ocurriría en un departamento que ocupaba su hermana menor, Teresa, en Chacabuco 178. “Obnubilado porque su novia había puesto fin a las relaciones, la castigó y la arrojó al vacío desde un quinto piso sufriendo la mujer lesiones que le ocasionaron la muerte. Luego el homicida se tiró también, pero sólo recibió heridas de escasa consideración”, publicó Crónica. “Pope había sufrido una profunda depresión en los últimos meses, cuando sus ingresos menguaron dramáticamente”, agregó Clarín, mientras Sólo Básquet publicó lo que ya todos sabían en el ambiente: “El jugador, de edad indefinida (algunos decían 24, otros 27), podría estar complicado en el consumo y tráfico de drogas”.

Pope fue arrestado después de que lo denunciara Teresa, que también fue agredida por el basquetbolista en el departamento. La noticia llegó al Chicago Tribune: “Estrella del básquet americano detenido por asesinato en Argentina”, publicó ese diario estadounidense el 15 de agosto de 1989, en un texto en el que los entrenadores y compañeros de su épocas universitarias lo calificaban como alguien con nivel de NBA que debió dejar en segundo año por malas calificaciones. Pope habló con Chicago Tribune en el hospital Argerich, donde se rehabilitaba de sus múltiples fracturas producidas por su caída, aunque ya permanecía detenido, con un policía al lado y a la espera del juicio: «No recuerdo qué pasó esa noche… Ya peleábamos en Francia pero nunca quise lastimarla». También se refirió a un consuelo. «Al menos aquí no está la silla eléctrica”.

Así como Monzón empezaría a tener salidas transitorias de la cárcel en 1994 (y moriría en 1995), Pope quedó en libertad tras haber cumplido siete años de los 15 de la condena original. Enseguida, en la temporada 1996/97, volvió a jugar al básquet para Central Entrerriano, un club de Gualegayuchú que estaba en el TNA, la Segunda División. “Llegó a través de un conocido del club, se lo tomó como darle otra oportunidad”, recuerda Horacio Schauman, el entonces entrenador. Pope nunca recuperó su plenitud física tras las múltiples fracturas que sufrió desde el día en que se convirtió en un femicida, pero aún marcaba diferencias. “Era imparable, de otro nivel. Podía estar al 30% que igual rendía sobre el resto y lideraba las estadísticas individuales del torneo. Pero no podía con sus adicciones. Empezó a sus andanzas y cualquier salida a Buenos Aires era peligrosa”, agrega.

Así como recortes de la revista Encestando confirman que Pope era una de las figuras del torneo -en épocas en que para el deporte parecía algo menor que un deportista hubiera matado a su novia-, allegados de Central Entrerriano de aquellos años recuerdan lo que no se veía en la cancha: “De sus años en la cárcel salió mal… Un día lo acompañé a Devoto, para una actividad deportiva de la que él participó, ya en libertad, y los presos le gritaban ‘negro, ¿te acordás cuando te atamos y te dimos?’. Él se reía. Al regreso me hizo parar en una casa, todavía en Buenos Aires, y después de 20 minutos salió con un paquete. Yo era ingenuo y no me di cuenta, pero al llegar a Gualeguaychú sacó una montaña de cocaína. Pude haber ido en cana”.

Aunque llegó a jugar 39 partidos en la temporada, a los dirigentes de Central Entrerriano se les hizo cada vez más difícil controlar a Pope. Así llegó el cruce decisivo ante Deportivo Valle Inferior –un club que fusionó a Viedma y Carmen de Patagones– para evitar el descenso. Con la serie 2-1 a favor, y al mejor de cinco partidos, parecía que Central Entrerriano mantendría la categoría en el cuarto cruce, que debía jugar de local. Pero Pope no apareció y Valle Inferior empató 2-2 la serie. Recuerda Schauman: “Yo salí esa medianoche, después del partido, a buscarlo, y lo encontré a media cuadra de su departamento, sentado en la calle. Estaba más mal que bien, decía que no entendía, que se sentía muy mal. No tuvimos el control de esa previa: la sospecha fue que del otro equipo le habían dado plata para que no jugara o le habían conseguido la sustancia”.

Faltaba el punto decisivo pero, recuerda Mario Rodríguez, asistente del cuerpo técnico, los compañeros de Central Entrerriano ya no querían más a Pope en el equipo. “El martes se jugaba el quinto y último partido. La única chance de no descender era que volviera ‘el Negro’ pero los jugadores lo reputeaban. El Nano (Fernando) Pocetto, base histórico de la Liga, le dijo algo así como ‘te tenés que morir’. Encima había que tomar la decisión esa misma noche, porque a las 7 de la mañana salíamos para la Patagonia”. Continúa Schauman, el entrenador: “Lo llevé en mi auto porque los compañeros no lo querían, nadie quería ir con él. Fueron los juguadores por un lado y Pope y yo por el otro. Así 1300 kilómetros. Le prometí que lo llevaría directo a la cancha, sin acercarse a sus compañeros. Incluso estuvo aislado en el hotel de Viedma: le llevaba la comida a la habitación. En el vestuario nadie le hablaba y lo puse de suplente. El clima era hostil, el que perdía descendía. Entró a los 5 minutos, la rompió  y ganamos. Volvimos a Entre Ríos, también separados, y nos esperó una caravana de 200 hinchas a puro festejo”.

Fue el último partido de Pope a nivel nacional: su figura volvió a desaparecer del deporte, esta vez para siempre. Pablo D’Angelo, entrenador histórico de la Liga, agrega un último escalón: “En 1998 yo dirigía a Newell’s y recuerdo que Pope jugó en Ciclón –un club de la zona sur de Rosario– en el torneo local. No le sobraba el dinero y andaba todo el tiempo con un estadounidense de Newell’s”. Ya sin ingresos como basquetbolista, aquella estadía en Rosario parece haber transcurrido al borde de la marginalidad. “Terminó indigente, pidiendo guita, metido con la mafia”, dice un testigo. “Laburaba de patovica en la puerta de los boliches”, agrega otro.

Aunque el físico no lo acompañaba, intentó una última etapa en su primer club, Peñarol. “En 2001 volvió una semana a Mar del Plata, él repetía ‘Champions Peñarol’, que quería ser campeón en Peñarol y lo probaron, pero nadie quiso lío y no quedó. No supimos más de él, aunque creo que vive”, dice Fernández, pero desde entonces el rastro de Pope parece imposible: “Creo que volvió a su país y murió allá”, dice Schauman, acorde al olvido que rodea al femicida desconocido del deporte argentino (Tiempo se contactó con un integrante de la familia de Ercoli, pero prefirió no aportar declaraciones).