La gloria y la tragedia se condensaron en un día, aquel sábado 22 de mayo de 1976, cuando el boxeo argentino vio nacer a un campeón del coraje y se enteró de la partida de uno de sus ídolos más queridos.
Uno de los testimonios que quedan de aquella jornada es una camisa que alguna vez fue celeste y que esa noche se tiñó de rojo. Exhibida en el Museo del Deporte de Johannesburgo, es la que vestía el árbitro sudafricano Stanley Christodoulou, quien dirigió el memorable combate que Víctor Galíndez le ganó a Richie Kates por nocaut en el último segundo del último round. Un título mundial en juego, suspenso, coraje y sangre, condimentaron esa pelea inolvidable.
Hacía 17 meses que Galíndez, por entonces de 27 años, se había alzado con la corona de los mediopesados de la AMB. Pero recién esa noche  en el Rand Stadium, ante 42 mil personas, demostró que ese cinturón le calzaba bien. El argentino estuvo a punto de perder su título en el tercer asalto, cuando sufrió un profundo corte sobre la ceja derecha, tras un choque de cabezas. Parecía que el réferi iba a parar las acciones y pedir las tarjetas de los jurados, que hasta ese momento premiaban los movimientos más depurados del estadounidense. Con picardía, Juan Carlos Lectoure, promotor y manager de Galíndez,  convenció al árbitro de que el médico Clive Noble había autorizado la continuidad del combate, y a este le dijo que Christodoulou ya le había dado el pase. «Fue el corte más grande que vi en mi vida. Me di cuenta de que la pelea no podía seguir. Pero Lectoure complicó todo», reconoció Kates años después. La pelea siguió y contra toda lógica, un Galíndez casi sin visión por la sangre que no paraba de brotar se convirtió en dominador del ring.
«Desde el cabezazo en adelante, otra pelea. Galíndez al ataque contra el rival, la herida, el tiempo, el médico, el referí y sus fuerzas. A medida que Galíndez agrandaba su imagen bajo una máscara de sangre que teñía todo de rojo, a Kates parecía achicársele el corazón», escribió Ernesto Cherquis Bialo en su memorable crónica para la revista El Gráfico. En cada clinch, el argentino restregaba su herida contra la camisa de Christodoulou para tratar de mejorar su visión. Así y todo, dominó a Kates, lo tiró en la séptima vuelta y lo noqueó a los 2m 49s del 15º round. El árbitro decretó la victoria un segundo antes de la campana final. «Fue el combate más espectacular que vi en mi vida», contó Christodoulou, cuya camisa ensangrentada se convirtió en parte de la historia del boxeo argentino. La borrosa transmisión en blanco y negro de Canal 13 convirtió a Galíndez en ídolo.
En el vestuario, mientras los médicos cosían su herida (le dieron siete puntos de sutura), el campeón se enteró de la noticia que en su rincón le habían ocultado: la muerte de su ídolo, Oscar Bonavena, ocurrida esa mañana en Reno, Estados Unidos. Las noticias habían empezado a llegar a Buenos Aires pasado el mediodía y daban cuenta de una discusión con William Ross Brymer, un custodio de un burdel, terminada con un balazo de escopeta.
¿Qué hacía Ringo allí? Estaba dando los últimos pasos de su carrera (en la que había peleado con Alí, Frazier y Patterson, entre otros ex campeones mundiales) y su contrato lo manejaba un oscuro empresario siciliano llamado Joe Conforte, dueño de un casino y cabaret, el Mustang Ranch. Se rumoreaba que Bonavena mantenía una relación amorosa con Sally, la esposa de Conforte. «A Joe le avisaron de que Ringo se estaba mostrando como si fuera dueño del Mustang Ranch. Eso y la seducción a su esposa lo enojaron», cuenta Ezequiel Fernández Moores, autor de Díganme Ringo, una completa biografía del ex campeón argentino de los pesados. A Bonavena le habían quemado el trailer en el que vivía y le habían advertido que no apareciera por el Mustang Ranch. Cuando desafió esa prohibición, fue asesinado por Brymer, un patovica con el que ya tenía cuentas personales pendientes.»Ringo  estaba desbordado y no midió lo peligroso que era eso. Fue y le ofreció el pecho al mafioso en la puerta de su casa. Creyó que era una extensión de Parque Patricios y pifió geografía, lugar, oportunidad, todo», cree Fernández Moores.
A Bonavena lo velaron en el Luna Park, el estadio que había llenado tantas noches. Su muerte sacudió al boxeo argentino tanto como la épica victoria de Galíndez. La gloria y la muerte se dieron cita el mismo día.