-Tolo, Tolo, regalame el pantaloncito.

-Sí, pibe, después, después te lo doy.

José Luis Sánchez le manguea a Américo Gallego en pleno partido entre El Porvenir y la Selección en el predio de la AFA en Ezeiza. El Tolo, ayudante de campo de Daniel Passarella, es el árbitro ocasional. Garrafa mete un gol y dos asistencias. Imparable. Los jugadores de la Selección se fastidian por el baile. Gallego les cobra a favor, pero El Porvenir gana 3-1 y termina la práctica. “¿Quién carajo es este pelado?”, pregunta Diego Simeone. “¿Y este viejo?”, se suma Marcelo Gallardo. Es 13 de febrero de 1998. Faltan cuatro meses para el Mundial de Francia. Cuando los compañeros de El Porvenir llegan al vestuario, se preguntan dónde está Garrafa. Hasta que entra cargado de shorts y camisetas. Y ve las fuentes con frutas y gaseosas. “Vamos, vamos”, les dice, y guarda bananas y manzanas en los bolsos con destino a su Fiat Uno SCR rojo. Tiene 23 años. Pero ya perdió mucho pelo y parece más grande. Ese día, Garrafa le pintó la cara a la Selección. Se habrá pensado, ironizan ahora sus excompañeros, que lo miraban para llevarlo al Mundial.

“Era lógico que nos subestimaran porque éramos un equipo de la B Metropolitana”, dice Rubén Darío Forestello, compañero en El Porvenir y más tarde en Banfield, socio en el ataque, que cada vez que habla de Garrafa, llora. “José -agrega Forestello- hizo desastres”. El Porvenir era sparring habitual de la Selección, ya que el presidente del club era -y es- Enrique Merelas, entonces encargado de las selecciones juveniles de la AFA y hombre de confianza de Julio Grondona. “Era tirarle la pelota a él, era Garrafa contra todos -recuerda Diego Monarriz, también compañero en El Porvenir-. Para nosotros jugar contra la Selección era todo. Garrafa quería demostrar. ‘¿Sabés que soy mejor que todos estos pero soy feliz acá?’. Tenía todo para ir a jugar a cualquier lado”. Al día siguiente, en los diarios Clarín y La Nación, las crónicas de la práctica informaron que la Selección había ganado 4-2. Passarella le había inventado y filtrado ese resultado a la prensa, una artilugio típico del entrenador. Pero el Burrito Ortega le tiró un guiño a la distancia a Garrafa. “Los goles -se lee en Clarín– fueron convertidos por Ortega -luego en declaraciones radiales admitió que no había convertido ningún gol-, Raúl López, Riquelme y Gallardo”.

Consultados, ni Simeone ni Gallardo recuerdan aquel entrenamiento con El Porvenir. Tampoco Juan Román Riquelme. “No estoy seguro, no me acuerdo de haber preguntado por él”, esboza Gallardo. “Posiblemente haya sido así. Cuando jugás partidos amistosos, de entrenamiento, la memoria no es tan fuerte como cuando jugás partido ‘de verdad’”, dice Christian Bassedas, otro futbolista que en febrero de 1998 se entrenaba en Ezeiza con la Selección, que tenía por delante dos amistosos: ante Rumania en Mendoza y frente a Yugoslavia en Mar del Plata. “Una vez jugamos con la Selección -contó tiempo después Garrafa-. Siento que los jugadores son más rápidos, pero no me siento menos que ellos”.

Garrafa jugó entre mediados de 1997 y mediados de 1999 en El Porvenir. Un paso breve pero intenso: en 1998 logró el ascenso a la B Nacional y, luego, alcanzó el Reducido para subir a Primera División. Ricardo Calabria, ya fallecido, fue el técnico de El Porvenir en aquel amistoso con la Selección Argentina. “Mientras José tuvo aire, los bailó -dice Calabria en El Garrafa, una película de fulbo (2012). Era increíble ver con la facilidad que lo gambeteaba al Cholo Simeone, al que se pusiera adelante; era realmente una cosa fuera de lo común”. El psicólogo Darío Mendelsohn, que integraba el cuerpo técnico de Calabria, agrega: “Nunca en mi vida, ni antes ni después, vi tal exhibición de fútbol, a excepción de Maradona”.

Cuando El Porvenir le ganó a Deportivo Armenio la segunda final por el ascenso a la B Nacional, el “niño inconsciente”, como lo define Forestello, se sacó la camiseta en la vuelta olímpica y, debajo, mostró la de Laferrere, el club de sus amores al que incluso le había metido un gol de penal en aquel torneo. Ese plantel, como el presupuesto era muy escaso, no concentraba: antes de llegar a la cancha de El Porvenir, a la altura de Puente Alsina, Garrafa le indicó que frenara el auto a Alfredo Almirón, otro compañero. Se bajó y volvió con dos chorizos a la pomarola. “Tenemos que jugar una final. Ni en pedo me como eso”, le advirtió Almirón. “¿Quién te dijo que uno es para vos?”, le devolvió Garrafa. En Gerli recuerdan que, en los días malos, Garrafa llegaba por la mañana a entrenar, estacionaba el Fiat Uno rojo y no bajaba: se quedaba encerrado, en su mundo, escuchando cumbia. Nadie osaba ir a decirle nada. Ni el DT ni los dirigentes. Era el mimado. Hoy una tribuna de la cancha de El Porvenir se llama “José Luis Sánchez”. “El mejor Garrafa -dice Mariano Valentini, excompañero- estuvo en El Porve. Fue decisivo”.

Forestello, ahora, bromea: dice que el fin de semana siguiente a jugar con la Selección, El Porvenir podría haber salido a la cancha con la indumentaria completa celeste y blanca gracias a Garrafa. “Hay una serie de jugadores a los que podríamos llamar de culto. No hay que hacerlos depender de los resultados. Uno no los pone para ganar, los pone para jugar. Son jugadores a los que ni siquiera les va muy bien, pero que es un deleite verlos jugar. El primer ejemplo es José Luis ‘Garrafa’ Sánchez”, dijo una vez el escritor Alejandro Dolina. “No fue campeón del mundo. No jugó en la Selección. Sólo desplegó su fútbol en el Ascenso y en Primera. Sobre una moto, Garrafa hizo su última pirueta. Le salió mal. La pelota sigue triste, como todo el fútbol argentino”. Garrafa Sánchez murió a los 31 años. No jugó en la Selección, pero un día sí jugó con la Selección.