Los mejores años de Lionel Messi para la Argentina quedaron enterrados a manos de jóvenes franceses en el suelo de Kazán, una tierra extraña, la rusa de los tártaros. Fueron sus años más vitales, los que entregaron destellos de alegría, los que impusieron a la Selección en tres finales, perdidas las tres, los años que hicieron pensar que se podía todo, incluso ganar el Mundial de Rusia entre la anomia. Que se hayan terminado esos años, estaqueados a orillas del río Volga, no significa que se haya terminado Messi, que esto sea un final para él, aunque se tome su tiempo y se entregue a la reflexión, a las ganas de no volver a intentarlo. No se puede adivinar el futuro. Pero el dolor de estas horas, aun con una consecuencia tan previsible, se relaciona con la finitud de un futbolista, el momento en que se corporiza algo que ya sabíamos. Messi no era eterno.

Lo que sí se termina es una era, la de una generación de futbolistas treintañeros formada sobre el oro de Pekín, la que acompañó estos años a Messi, en la alegría y en las frustraciones. Ahora pocos recordarán esas imágenes, con el calor de Kazán, unos 28 grados que se sentían como si fueran 35, más por impotencia que por bronca. El zoom hacia la cancha una vez consumada la caída entrega la foto de un grupo de jugadores, la mayoría despidiéndose no sólo del Mundial, también de la Selección. La salida la inició Javier Mascherano, con sus 34 años, y la continuó Lucas Biglia, con sus 32. El resto se verá, aunque sigan algunos, una vez que pase todo, la Argentina tendrá que iniciar un camino de renovación. Y esto también pasará.

Todavía no hay lugar para la nostalgia porque es como si Kilyan Mbappé siguiera corriendo en Kazán, inalcanzable, apareciéndose acá, apareciéndose por allá, sacudiendo a una defensa argentina que la mayor parte del tiempo le miró las espaldas. Su velocidad, combinada con su destreza, no era nada que no se supiera, pero para la Argentina todo tiene que suceder, un ver para creer en continuado.

El penal de Antoine Griezmann anunció lo peor, incluso lo que pudo haber pasado y no pasó. Francia fue a su juego, a los espacios, al contragolpe, a todo que el mediocampo argentino no pudo parar, lo que sufrió toda la defensa.  

Lo que debió pasar fue esto: más goles de Francia. Pero lo que sobrevino antes del final del primer tiempo fue el gol extraterrestre de Di María, el espejismo para un equipo que le lanzaba centros a delanteros invisibles, a los que estaban en el banco. El Messi de falso 9 quedó desdibujado, les quitó más referencias a sus compañeros que a sus rivales. El Messi de falso 9 lo sacó de la cancha a Messi, lo alejó del equipo, hizo que Enzo Pérez tuviera que moverse en esa posición, insólita para sus características. 

Fue un espejismo, pero también una oportunidad, que terminó ampliada con el gol carambolesco de Gabriel Mercado. Esta Selección sólo pareció encontrar goles sin concepto. El Mundial no dejó jugadas de autor en la Argentina, no dejó asociaciones, salvo por los pases de Ever Banega contra Nigeria –ausentes ayer, imprecisos–, el gol de Messi. Más allá de eso, no hubo casi nada producto del ensayo de lo colectivo. El partido con Francia no marcó una excepción. Aun así, el fútbol tiene la generosidad de dejarte ganar. La Selección tenía en sus manos la clasificación. Y era arena. Benjamin Pavard vengó la pegada de Di María con su pelota teledirigida. Más suelto Paul Pogba, Francia encontró el aire y luz para que Mbappé completara el desastre, la obra inconclusa que no había terminado en el primer tiempo.

La Selección vio cómo en Kazán se deshizo su cuarta prueba –el falso 9– en cuatro partidos, la muestra de una conducción nerviosa. Contra Islandia fue el doble cinco de Mascherano-Biglia, contra Croacia fue la línea de tres –o de cinco– y contra Nigeria fue el mediocampo reforzado, el regreso a los cuatro del fondo, el equipo que supuso un consenso entre jugadores y entrenador. Queda demasiado por saberse de todo eso. Pero entre todo ese laboratorio, las contradicciones entre el discurso y la praxis, Jorge Sampaoli eligió que la Argentina se vaya del Mundial sin minutos para Giovani Lo Celso, uno de los jugadores que se suponía que lo representaba. Con Paulo Dybala, llamado a ser parte del futuro de la Selección, sentado a sus espaldas, en el banco. Con la ausencia de Gonzalo Higuaín, un histórico. Los minutos finales en Rusia se los dejó a Maximiliano Meza.

Esta generación, la generación Messi, tuvo su última bocanada con el guante rosarino a la cabeza de Agüero. Un minuto de aire y nada más, pero que sirvió para dejar la cancha en plena lucha, sin entregarse. Podrán seguir algunos, pero este grupo de jugadores ya no será el monobloque que convivió durante 14 años, que le dio a la Argentina su lugar en la élite, pero que nunca se dejó conducir. Y en eso está su responsabilidad, como está la responsabilidad de Sampaoli en el último año, en estas semanas, la responsabilidad de los dirigentes, de los que comandan y de los que operan en las sombras, de los empresarios que organizaron roscas de palacio, negociaciones en los VIP de los estadios rusos. Los audios de WhatsApp, las denuncias falsas, los planes de desgaste, todo confabuló contra el equipo. Pero repartir responsabilidades genera el efecto de neutralizarlas. El tiempo dará algo de claridad.

Kazán se apaga con sus techos de hojalata, las viejas mezquitas, las ventanas que parecen haber sido escritas por Pushkin. Y acá se apaga la Selección. Los que junten bronca verán a estos jugadores como todas las personificaciones del mal. Les hablarán de fracaso, les dedicarán burlas, los llamarán perdedores, les echarán la culpa de sus frustraciones. Los que puedan ver entre la calma, los que quieran, sabrán que estos jugadores entregaron las mejores instantáneas de felicidad a una Selección que hasta ellos se topaba como norma en los cuartos de final, años donde las finales mundialistas quedaban lejos. Será el tiempo de otros jugadores, que necesitarán mejores contextos de los que tuvieron estos futbolistas. De Messi, nadie sabe qué puede pasar, sólo él. Rusia ya está, pero ojalá nos regale un futuro, aunque sea breve. O por ahí también es tiempo de otra cosa, de que no le pidamos más. «