Hay una historia sobre Jorge Alberto González que sucede en un hotel de Los Ángeles durante una gira del Barcelona. Es 1984. González, un jugador salvadoreño del Cádiz al que llaman Mágico, está a prueba. Los catalanes quieren saber si pueden combinar su talento con el de la estrella del equipo, Diego Maradona. O remplazarla, en realidad, porque Diego ya planea su salida a Nápoles. A Diego le cae bien el Mágico González, que usa la 11 aunque es 10 y que todos los días desde que llegó a Estados Unidos durmió más horas de las permitidas. También le gusta eso, que sea nocturno y divertido. Una mañana a Diego se le ocurre prender la alarma anti incendios. Esto todavía se cuenta en crónicas orales, en los bares de San Salvador y también de Cádiz. Suena la alarma y todos salen a la calle siguiendo el protocolo. Pero falta alguien, el Mágico, al que no pudo despertarlo ni siquiera ese aviso de tortura.

Lo que sigue a ese episodio es la decisión del Barcelona de no contratar a un futbolista que no podía -no quería- despertarse. El técnico del equipo es César Luis Menotti, que sin embargo no fue a la gira. A cargo del plantel en Estados Unidos está Rogelio Poncini, colaborador del entrenador. Y había otro argentino, un dirigente del Barcelona, Nicolau Casaus, el responsable de enviar los informes sobre el Mágico. Pero además de la anécdota, lo que queda de esos días es un video en sepia, de mala calidad, donde el Mágico y Diego juegan juntos, se buscan, se dan pases, son cómplices. Todo sobre lo que parece césped sintético. Es un partido contra el Fluminense dentro de esa gira, un 2-2. El Mágico hizo un gol.  

Aunque hay otra historia del asunto en la que el técnico del Barcelona era un inglés. Y que esa mañana, cuando sonó la alarma, contó a sus jugadores y le faltaba uno. El Mágico seguía en su habitación. Entonces el inglés fue hacia ahí, derribó la puerta, y lo encontró al Mágico desnudo, apenas tapado con una sábana, durmiendo junto a dos rubias también desnudas. El inglés quedó espantado de lo que vio. El Mágico se restregó los ojos, le dijo que no había escuchado la alarma y quedó en silencio.

-¿Y estas dos de dónde salieron? ¿Cómo demonios has hecho para colarlas aquí- le preguntó el inglés.

-Debe de ser que hago magia- se rió el Mágico.

Pero es posible -lo del técnico inglés seguro que lo es- que todo sea una fantasía. Porque la escena la relata el escritor italiano Marco Marsullo en el libro Mágico González, el genio que quería divertirse, editado por Altamarea y con traducción de Giulia Bucciarelli Mateos. Marsullo advierte sobre el libro en su nota del autor: “Es una mezcla de hechos reales con productos de mi fantasía y con anécdotas que me narraron cuando en septiembre de 2014, recorrí las calles de Cádiz siguiendo los pasos del Mago, como lo llamaban en El Salvador. Visité las peñas de los hinchas del Cádiz, entré en los bares, hablé con gente que lo conoció, que compartió con él aunque fuera una sola noche”.

El mejor jugador de la historia de El Salvador nació el 13 de marzo de 1958. A los 24 años, jugó el Mundial de España y entonces lo empezaron a buscar. Lo quería Paris Saint Germain. Pero por qué el Mágico querría aburrirse en París pudiendo irse a la noche de Andalucía, a Cádiz, un lugar con mar, con vida de bares, de calles perdidas. ¿Por qué eligió Cádiz? “Explicarlo -escribe el napolitano Marsullo- equivaldría a contar la historia de su vida, transcurrida al compás de los cantes flamencos y de desenfrenados bailes a pies descalzos”. El Mágico no se quería ir a dormir. No bebía demasiado, tampoco tomaba drogas, pero le gustaba dejarse llevar por la noche, encontrarse con mujeres, y cuando el sueño ganaba ya no quería despertarse. Después en la cancha hacía sus hazañas, las que se cuentan todos los días. Porque todos los días en El Salvador o en Cádiz alguien cuenta una jugada del Mágico. O un partido, como el que el 26 de noviembre de 1983 le jugó al Barcelona, la noche de su gol maradoniano.

Marsullo imagina -¿o recrea?- con delicia las charlas entre el Mágico y su amigo, Camarón de la Isla, el cantaor gitano, quizá en una taberna, tal vez frente al mar de Cádiz. “Entonces juega y no pienses más. Hacemos lo que sabemos, lo demás le corresponde hacerlo a los hombres de buena voluntad”, le dice Camarón al Mágico. En la crónica de fantasía de Marsullo -un relato desbordado de amor y belleza- también juega Lionel Messi. Y Diego, como en aquella California, vuelve a la vida del Mágico, que maneja un taxi por San Salvador o por Cádiz porque todo se entremezcla. 

“Sé que soy un irresponsable y un mal profesional, y puede que esté desaprovechando la oportunidad de mi vida. Lo sé, no me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Sólo juego para divertirme”, dice el Mágico, que forma parte de esa tradición de futbolistas vistos como extravagantes, como clowns, pero que también son la resistencia. El modo de vivir que eligen algunos genios. Lo que emocionó a Marsullo para escribir su historia. Para imaginarla. Porque lo que cuenta, si es fantasía o no qué importa. Por qué tendríamos que saberlo si se habla de alguien a quien llaman el Mágico. «