Los jugadores peruanos le rezan en el vestuario al Señor de los Milagros. Los argentinos esperan para salir del estadio. En un rato, custodiados por la policía, se dirigirán hacia el hotel, mientras en las calles de Lima se destruyen autos, se lanzan piedras, se prende fuego un local del Jockey Club y también el tranvía que lleva hasta Chorrillos. Pero lo que nunca pudo olvidarse Agustín Cejas, el arquero de la Selección Argentina, fueron los cuerpos mutilados y fragmentados que vio en el Estadio Nacional, parte de los 320 muertos que dejó el partido entre Perú-Argentina del 24 de mayo de 1964, la mayor tragedia del fútbol, y quizá una de las menos conocidas.

Si se sumaran los sucesos de Hillsborough (Inglaterra, 1989, 96 muertos), Bradford (Inglaterra, 1985, 56), Ibrox (Escocia, 1971, 66) y Heysel (Bélgica, 1985, 39), no superarían los muertos que dejó el partido entre Perú y la Argentina, en Lima, por el torneo clasificatorio a los Juegos Olímpicos de Tokio 1964. Ni siquiera la Puerta 12, la masacre ocurrida en el Monumental, durante el River-Boca del 23 de junio de 1968. 

«Es una historia poco recordada y que tenía muchos aspectos oscuros», dice el periodista peruano Efraín Rúa, autor de El gol de la muerte, el libro que en 2014 reconstruyó los episodios de Lima. Se jugaba el segundo tiempo. La Argentina, con Cejas y Roberto Perfumo en el equipo, ganaba 1-0. El estadio reventaba. Hasta que el árbitro uruguayo Ángel Pazos anuló un gol de Perú. Hubo invasiones a la cancha y se revolearon botellas hacia el campo. Aunque el partido siguió, el clima se mantuvo caliente. Un rato después, cuando faltaban cinco minutos para el final, Perfumo cruzó a un jugador peruano y la bronca volvió a estallar. Un hincha local entró con una botella al campo y corrió al árbitro uruguayo. La policía intervino. Protegió a los futbolistas argentinos y se tiró contra quienes habían entrado. «A la gente no le gustó la manera en que estaban sacando al aficionado de la cancha. Los volvió locos», recordó Héctor Chumpitaz, jugador de ese equipo. También lanzó gases lacrimógenos hacia el publico. Fue el inicio del desastre.

En medio del humo, la gente intentó huir de las tribunas, acaso encontrar algo de aire. Pero las puertas estaban cerradas. Desde afuera, quienes escucharon los aullidos y gritos de desesperación, hicieron esfuerzos para abrirlas. «Salga a dirigir, todavía faltan algunos minutos», le gritó el presidente de la Federación Peruana de Fútbol, Teófilo Salinas, al árbitro uruguayo. Ya era imposible. 

«Alberto Espinoza –escribe Rúa en su libro– ve cadáveres acumulados en las escalinatas, entonces coge a su sobrino por la correa del pantalón, camina sobre los cuerpos tendidos y alcanza la salida, mientras la rabia se va apoderando de él. Ve ladrones que roban lo que encuentran a mano, mira a la policía que dispara contra toda persona que corre por las calles, observa gente que agoniza sin recibir ayuda, ve el infierno sin que nadie se lo cuente».

El gobierno peruano intentó ocultar la masacre. «Las muertes jamás fueron investigadas. Se lanzaron bombas a la tribuna, hubo tiros en las calles y cuerpos desaparecidos. Esto forma parte de la historia del fútbol peruano y también del fútbol argentino», sostiene Rúa, más de cincuenta años después del episodio y a pocos días de un nuevo partido entre Argentina y Perú. Sólo el comandante de la policía peruana, Jorge de Azambuja, recibió una condena de apenas 30 meses de prisión. Pero el caso se esfumó entre misterios, como lo que ocurrió la madrugada posterior al partido, mientras los familiares desesperaban en la búsqueda. En esas horas, cuenta Rúa en su libro, unos 25 presos de se fugaron del Palacio de Justicia. Nadie explicó cómo ocurrió. Pero lo que siempre se sospechó fue que esos presos ayudaron a enterrar cadáveres en una fosa común en el Callao. La versión nunca se confirmó. Tampoco se investigó. Como todo lo que sucedió alrededor del partido, quedó en el silencio.