La frase se viralizó en la semana, cuando se supo que Boca había pedido jugar de amarillo en el Monumental: “Pasaron de ‘ganarnos con la camiseta’ a no querer usarla en el clásico. Ni el peso se devaluó tanto”. Claro que Boca puede ganar hoy –de hecho, por torneos locales, en la última década cosechó más victorias que derrotas en Núñez–, pero cualquiera sea el resultado no será por la camiseta. El modelo suplente (es lindo, lo admito incluso como hincha de River) romperá en ventas o se acumulará en los depósitos como portador de desventuras, pero habla de un desconcierto de Boca y su invocación a un aquelarre futbolero, un llamamiento a rituales y hechizos por fuera del campo de juego. Más que repetir la vestimenta del triunfo contra Estudiantes, la porción roja y blanca del país interpretó la renuncia de Boca a su camiseta titular como un intento de cambiar el GPS moderno del superclásico, aun a cambio de sacrificar uno de sus colores.

Es tiempo de River pero no siempre fue así ni tampoco lo seguirá siendo. La montaña rusa del partido que moviliza al menos al 60 o 65 por ciento del país está construida con vaivenes y dominios alternados. River tenía superioridad hasta comienzos de los ’90 cuando Boca se la arrebató de un zarpazo: todavía le lleva cinco triunfos en la suma de partidos oficiales –sumadas copas y ligas, argentinas y sudamericanas, del profesionalismo y amateurismo–, aunque cualquier hincha de River replicará que la final de Madrid compensa esa desventaja.

Como en los últimos años le ocurre a Boca contra el equipo de Marcelo Gallardo, River también vivió esos momentos de confusión y de buscar soluciones más allá del fútbol. Incluso dos veces cambió la indumentaria para intentar detener el viento en contra. En enero de 1993, tras once duelos sin triunfos, River jugó en Mar del Plata con pantalones rojos en vez de negros o blancos. Fue inútil: Boca ganó 1-0 con un gol de Alberto Acosta, encima con la mano, como si fuese un castigo extra para River por renegar de su historia. Algo parecido volvería a ocurrir en otro partido de verano, en marzo de 1999 en Mendoza, cuando River apeló a la camiseta suplente, la tricolor roja, blanca y negra, en búsqueda de cortar otra maldición de once partidos y tres años –pero volvió a perder, y por goleada–.

Tras cinco eliminaciones directas, dos en finales, una de ellas atemporal, sin fecha de vencimiento, Boca descontó por penales en los últimos dos mano a mano. El enfrentamiento más cercano, sin embargo, volvió a ser de River, 2-1 con goles de Julián Álvarez, el único clásico de los cinco de 2021 que tuvo un ganador durante los 90 minutos. No solo eso: de los últimos 13 partidos –12 oficiales y uno amistoso–, Boca solo ganó uno, y fue insuficiente, el 1-0 de la vuelta de la semifinales de 2019 –sin dejar de reconocer las eliminaciones por penales–. Así como en los ’90 comenzó una hegemonía de Boca que se consolidó durante el ciclo de Carlos Bianchi, los planteos defensivos que presentaron Gustavo Alfaro y Miguel Russo, más la resignación que mostró el equipo de Sebastián Battaglia en el último superclásico, aun con diez jugadores desde los 15 minutos, son pruebas empíricas de cómo Boca quedó supeditado a las condiciones impuestas por el River moderno. Atrás quedaron en el camino Rodolfo Arruabarrena y Guillermo Barros Schelotto, de la misma manera que el Boca de Bianchi fue el victimario de técnicos de River que luego tendrían grandes campañas en Europa, como Manuel Pellegrini.

Inevitablemente, el club que durante 24 años votó al macrismo retomará la iniciativa en el clásico. Tal vez sea hoy, en el primer duelo oficial desde 1934 sin las indumentarias titulares, cuando River jugó con una camisa roja y blanca a rayas verticales. Pero es cierto, también, que el Boca de Macri alteró los colores del superclásico en 1997, aunque no para cambiar una racha adversa sino por marketing, cuando jugó de azul, amarillo y dos líneas blancas, aquella movida que motivó el enojo de Diego Maradona: “La camiseta de Boca hay que defenderla. Esta es la camiseta de Michigan”.

Visto con respetuosos pero incrédulos ojos rivales, parece menos la osadía o el sacrilegio de Macri de agregar blanco para vender más camisetas que sacar el azul para ganarle a River.