Pocas veces como en este tiempo quedó tan expuesto eso que llamamos el negocio del fútbol. La idea de un deporte popular colonizado por el dinero, las ambiciones dirigenciales, los patrones de la televisión, los intereses políticos, todo a espaldas de los hinchas, que miran de lejos. Todo sin registrar a la sociedad. No importa la pandemia, no importa el estallido social, la represión, los muertos, los desaparecidos, los gases lacrimógenos que se meten en la cancha pero que se aspiran con fuerza y ardor en las calles, no importa nada de lo que se ponga en el camino, el mensaje de los jerarcas del fútbol sudamericano es: no me importa lo que les pase, tampoco lo que pase. 

Ya sabemos que hay un negocio, que ese negocio mueve la rueda de lo que nos gusta, y que hace falta plata para sostener los clubes, para traer refuerzos, y que los contratos no se pagan solos, y que los mejores se irán temprano porque es el ciclo natural de la vida futbolística pero además hay que hacer caja. El negocio está ahí, haciendo lo suyo, y el juego, la pasión, los hinchas, también. Cada uno se lleva su parte. Y entonces las mayorías lo disfrutan. Es una especie de pacto social.

Hasta que se te ven demasiado los hilos. Hasta que te vas de mambo y hacés jugar después de que un grupo de futbolistas duerma en el aeropuerto, y otro jugador se queda encerrado en un hotel; y un equipo se niega a ir a la cancha pero al final tiene que jugar, y un pueblo reclama en las calles que con luto no hay fútbol pero igual se juega, y se juega aunque se tenga que parar cinco veces un partido porque la policía está gaseando en las calles y los gases entran a la cancha. Y se juega hasta el cansancio, aunque haya equipos con cuatro partidos en seis días. Tampoco importan los brotes en los planteles. Hoy juega River contra Boca con 15 bajas por Covid, con un arquero debutante. Ayer fue Gimnasia, Sarmiento, Independiente, y todo siguió.

Los futbolistas argentinos –sudamericanos– son precarizados bien pagos. La Conmebol tiene con ellos la misma lógica que algunas empresas tienen con sus trabajadores. Hay que jugar todo en seis semanas porque después viene la Copa América: hay que facturar. Es el fútbol Rappi: si ya terminaste acá, ahora andá a jugar a allá. Los jugadores no pedalean, no entregan comida, no les cambia el día una propina, no viven al día. Es otra escala, otra historia, es cierto, viven en sus burbujas, juegan al fútbol, ganan millones en algunos casos, y se mueven entre el lujo. No son repartidores de Rappi. No sufren tantísimas circunstancias. Pero ya sabemos también que si ganan lo que ganan es porque generan más. La plusvalía del fútbol. Agremiados, el sindicato que los representa, sigue en silencio.

Para gobernar la Conmebol se necesitan los diez votos de las asociaciones miembro. Un grupo de castas elige a otra casta. Es un mundo cerrado y ahí está su poder. El elegido tiene que garantizar que se genere plata y se reparta. Alejandro Domínguez llegó para eso y para salvar al negocio del historial delincuencial del organismo, con dirigentes presos y extraditados, los que hasta tenían inmunidad diplomática en la sede de Paraguay. Para eso hace esto, mete calendarios brutales, juega como sea, se lleva puesto todo, consigue excepciones, vacunas, busca sedes alternativas y tiene a Asunción como refugio. Ningún club se atrevería a rebelarse. La Conmebol reparte, solo en premios y en blanco, 300 millones de dólares. Nadie quiere quedarse afuera. 

El hincha, para la Conmebol, es un consumidor. La tiene fácil, sabe que su producto nunca deja de ser deseado. Cada vez que programe un partido tendrá asegurada la venta previa. Antes de la pandemia era la taquilla. Y lo será después. Mientras tanto es la audiencia. Los hinchas miran por televisión. Miran un bodrio, pero miran igual. Nos gusta tanto el fútbol. Lo que se ve ni siquiera es un gran espectáculo, el nivel del fútbol sudamericano es bajo. Los hinchas ingleses reaccionaron contra una Superliga que rompía la competencia, que solo juntaba a los ricos, un elitismo que se basaba en un fútbol de alto vuelo. La Conmebol ni siquiera es eso. “Ofrecen el mismo plato de fideos cada tres días”, escribió Diego Latorre en un gran artículo en La Nación, donde pide que se despierten las conciencias. 

Hace más de un año que los hinchas argentinos no van a la cancha. Que miran a sus equipos por televisión, al menos los que pueden pagar el servicio de cable más el pack fútbol. Socios y socias mantienen el pago de las cuotas mientras observan cómo los dirigentes toman decisiones a sus espaldas o se piden licencia ante una crisis. Pagan los que pueden, pero a veces hay cuestiones de identidad y el esfuerzo se hace igual. Muchos de los que pagan están entre el 42% de pobres que tiene este país y la ponen igual porque lo sienten como un compromiso. Esas cuotas también mantienen el negocio y fueron pocos, muy pocos, los gestos para esos socios. Este domingo se juega el partido con mayor audiencia. El viernes, la Argentina reportó 601 muertes por Covid. Están prohibidas las reuniones sociales en el área metropolitana de Buenos Aires. Los bares solo pueden atender con mesas en las calles. No se recomiendan las aglomeraciones. El Superclásico –como semanas atrás el clásico rosarino– debería verse por la TV Pública. No va a pasar. Disney y Turner impusieron sus derechos. Que las empresas defiendan esos intereses entra en la lógica. Pero que no haya habido un solo dirigente del fútbol que alzara la voz por los socios que se quedan afuera muestra dónde están parados los que tienen el mango de la sartén del fútbol. Están convirtiendo al fútbol en algo demasiado ajeno para las mayorías. Cada vez más ajeno.