La burbuja del deporte fue siempre una metáfora hasta que se volvió literalidad. Lo que se entendía como una forma de estar por fuera de la realidad -una manera de cubrirse los ojos, taparse los oídos, evadirse, el opio de los pueblos- se convirtió en un modo de existencia. No hay otra manera de que el show siga en medio de una pandemia. Fue la burbuja de la Champions en Lisboa, es la del US Open en Long Island, la que montó la NBA en Disney y son las burbujas de la Fórmula 1. Desde esta semana, será la burbuja viajera en la que entrará la Copa Libertadores, aunque con un nombre menos cool, acaso más terrenal: los equipos andarán por un corredor sanitario.

Las burbujas entregaron fallas en todo el mundo. Acá también. Todavía no se llegó -y es probable que nunca se llegue- a una explicación sobre cómo fue que se produjo el brote de coronavirus en Boca, que tuvo a veintidós jugadores contagiados, más de la mitad del plantel que el jueves jugará en Asunción contra Libertad de Paraguay por la Copa Libertadores. Con menos contagios, también en River hubo agujeros en la burbuja con un entrenador de arqueros de la Reserva y con Milton Casco, que no podrá jugar en San Pablo el jueves. Otros equipos argentinos decidieron desarmar ese esquema. Las burbujas se pincharon con demasiada facilidad.

El fútbol no tiene lógicas en la cancha y muchas veces tampoco las tiene afuera. Lo que en Sudamérica será movimiento, en la Argentina será quietud. Mientras el torneo local se mantiene sin fecha de inicio, sin una idea oficial sobre cómo se jugará, cinco equipos argentinos se lanzarán desde el jueves a competir contra otros que ya están en actividad. Entrenadores y jugadores se preguntan por estas horas cómo será esa medida, cuánto aguantarán las piernas, cómo responderá el cuerpo después de seis meses sin fútbol, con apenas treinta días de prácticas sui géneris, separados en grupos, algunos con intermitencias por los contagios. Es un desgaste físico y también mental, que no es menor. Puede llevar a lesiones.

Por encima de todo, es un asunto de salud. La exposición no sólo es un peligro para los futbolistas. También lo es para sus familias. Los futbolistas podrán sentirse superhéroes, supermanes sin capa, esa noción que los convierte en invencibles. Pero no lo son. Son personas saludables, llevan adelante una vida con cuidado, son controlados con periodicidad. Y sin embargo no están excentos de que el virus se las haga pasar mal. 

Hernán Pellerano, que a los 36 años juega en Melgar, un equipo de Arequipa, Perú, le contó esta semana a Juan Manuel Herbella, médico y ex futbolista, todo lo que sufrió al contagiarse de coronavirus. En el tramo más angustiante de la charla, Pellerano relató cómo tuvo ataques de tos. No podía comer y tampoco dormir, tenía que hacerlo sentado en la cama. Bajó siete kilos. Y eso ocurrió cuando ya había dejado de tener fiebre y dolores en el cuerpo. Por recomendación de un cardiólogo, decidió comprarse un tubo de oxígeno. Lo usaba cada tres horas, entre veinte y veinticinco minutos. Sólo así pudo atravesar una enfermedad sobre la que aún no está claro qué tipo de consecuencias puede tener en el futuro para quien la contrajo. 

El relato de Pellerano expone que incluso los deportistas pueden ser atacados con brutalidad por el virus, que no zafan por ser jóvenes y saludables. “El Covid 19 -concluyó Herbella- no es joda y los futbolistas no son inmunes”. No es la gripezinha que agitó Jair Bolsonaro en Brasil, un fútbol que siguió su curso en estos tiempos de pandemia, algo que también ocurre en otras ligas de Sudamérica, donde aún no está claro el horizonte para las Eliminatorias mundialistas. Este fin de semana hubo partidos de torneos locales en Uruguay, Paraguay, Colombia, Perú, Ecuador y Chile. En la Argentina no se sabe cuándo ocurrirá. Pero cinco equipos sin competición ni una preparación adecuada entrarán en esos corredores desde esta semana, en la burbuja del show que debe continuar.