Una parte de la opinión pública de la Europa occidental –sus organizaciones de Derechos Humanos, la mayoría de sus medios, muchos de sus hinchas, algunos de sus jugadores, un par de sus federaciones de fútbol, ninguno de sus gobiernos– llega al Mundial en plena cruzada contra Qatar 22, un señalamiento que, al menos visto desde Argentina, repiquetea lejano, ajeno, incapaz de alterar una de las pocas alegrías posibles para este costado del mundo. Pero aunque nos suene remoto, ese hostigamiento europeo contra la sede del Mundial y la FIFA va en serio, al punto que, en los últimos días, un puñado de periodistas europeos que viven en Buenos Aires y de colegas argentinos que trabajan en Europa me hicieron comentarios similares, del estilo «en Francia o Inglaterra no entienden que en otros países no se hable de la esclavitud de los inmigrantes que construyeron los estadios, o de la falta de derechos de las mujeres en Qatar, o de la persecución a homosexuales» o «en Holanda están sorprendidos de que los medios en Argentina, luego de su experiencia en el Mundial 78, no se posicionen sobre el tema».


En parte es cierto. Pocos periodistas argentinos expusieron el tema con sus hendijas y contradicciones: el Mundial se jugará en una zona del mundo donde los Derechos Humanos son pisoteados y ninguneados. El de Qatar debería ser considerado el Mundial más homofóbico de la historia si no viniéramos de uno similar, el de Rusia, dos países en los que las relaciones entre el mismo sexo están prohibidas (en Qatar y otras naciones vecinas tampoco son permitidas las demostraciones públicas de afecto entre heterosexuales). Los partidos del Mundial, además, se jugarán en estadios construidos bajo condiciones infrahumanas por inmigrantes indios, banglasíes y nepalíes. Que cada día de ausencia por enfermedad de los trabajadores haya sido castigado con la pérdida equivalente a dos días de salario fue lo menos: los médicos nepalíes comentaron en los últimos meses su sorpresa por la gran cantidad de compatriotas que, tras regresar de Qatar a su país, comenzaron a sufrir insuficiencia renal.


La cantidad de muertos por la construcción de estadios y demás infraestructura necesaria para el Mundial es incierta y ni siquiera considera los suicidos posteriores –que los hubo–. Si la mayor cantidad de víctimas fatales en la preparación de una Copa del Mundo era, hasta ahora, Brasil 14, con ocho obreros fallecidos, la organización de Qatar reconoce a 37 muertos, mientras que diarios ingleses como The Guardian publicaron en febrero de 2021 un total de 6.751, un número impactante pero engañoso que el mundo empezó a repetir –fue el artículo más retuiteado en inglés sobre el Mundial y quedó sintetizado en «se murieron 6500 obreros haciendo los estadios»- sin que casi nadie le preste atención a su letra chica –pero tan chica–: se trata de una cifra que engloba a todos los inmigrantes de Bangladesh, India, Nepal, Pakistán y Sri Lanka que murieron en Qatar desde 2010, el año en el que la FIFA eligió la sede del Mundial 2022, sin discriminar si esos fallecimientos tuvieron relación o no con el Mundial ni, tampoco, si ocurrieron en situaciones de trabajo o, entre tantas causas posibles, por covid. El número es falaz hasta en su proporción: los 35.000 inmigrantes que trabajaron para la construcción de Qatar 22 solo representan al 2% de la fuerza laboral inmigrante de la década pasada. El boom de la infraestructura en el Golfo Pérsico no empezó ni finalizará con el Mundial.
Hay más. The New York Times resaltó esta semana: «Al menos 2100 trabajadores nepalíes murieron en Qatar desde 2010, el año en que ganó la sede del Mundial, según datos del Ministerio de Trabajo de Nepal.Un gran número también murió en otros lugares: más de 3500 en Malasia, casi 3000 en Arabia Saudita, 1000 en Emiratos Árabes».


El lavado de cara que Qatar intenta con el deporte no se limita al Mundial ni al futbol. Tan minúsculo como la mitad de Tucumán, y con sólo 2,8 millones de habitantes –apenas el 10% de ellos nativos, el resto inmigrantes que actúan como fuerza de trabajo–, Qatar recibe desde hace un par de décadas a los circuitos mundiales de tenis (masculino y femenino), de golf, acaba de incorporar a la Fórmula 1 y organizó otros mundiales, como el de atletismo. En el fútbol, Qatar llevó durante años su nombre en la publicidad de las camisetas de Barcelona, Boca y, claro, sigue haciéndolo en París Saint Germain, el club–Estado en el que los jeques qataríes son los empleadores de Lionel Messi Mbappé y Neymar. Ni siquiera es nuevo: Qatar compró al PSG en 2011.


El debate que muchos medios de Europa y Estados Unidos piden –más que la sentencia condenatoria que algunos también ya realizan– es necesario porque nadie debería hacerse el distraído con lo que ocurrió para la concreción de este Mundial en Qatar –y seguirá ocurriendo en el país–. Mirar al costado, relativizar, no acompaña a la lucha por los Derechos Humanos. De hecho, la atención puesta en el Mundial ya obligó en los últimos años a mejorías en las regulaciones laborales en Qatar, algunas significativas e inéditas para la región, y otras aún ausentes, en especial las relativas a las mujeres (como el trabajo doméstico). Pero a la vez es inevitable preguntarse por qué esa gran parte del primer mundo occidental señala a las miserias de Qatar únicamente por su condición de sede del Mundial, como si fuese un actor lejano, y no por lo que también es, un protagonista central del fútbol europeo.
¿Con qué Qatar es el enojo? ¿Un país –su gobierno, su cultura, sus excesos– es indivisible? ¿Europa solo se indigna con el Qatar lejano –el del Mundial– y no con el propio, el que acepta diariamente en Europa? ¿Por qué el PSG, o sea Qatar, no recibe las mismas críticas? ¿Por qué la UEFA, la Champions League y la liga francesa no son tratadas de la misma manera que la FIFA, como si la casa mundial del fútbol fuese la única empresa del mundo –dentro o fuera del deporte– que hace negocios con regímenes que no respetan los Derechos Humanos? ¿Por qué, si se tiene en cuenta que los trabajadores nepalíes –y de otros países– mueren de a miles en Qatar pero también en Arabia Saudita y en Emiratos Árabes, el debate no se amplía al Manchester City emiratí y al Newcastle saudí, o sea a Inglaterra y a la Premier? ¿Y la liga española, que juega su Supercopa en Arabia Saudita? ¿Todos quienes hacen negocios con Qatar o Emiratos (o Turquía o China) también son tan apuntados como la FIFA? ¿Qué se dirá del Mundial 2026 en Estados Unidos, el país que provocó más guerras –y muertes, muchas más que Qatar– en las últimas décadas? Con ese límite moral, ¿cuántos países podrían organizar un Mundial? ¿Los mismos de siempre, tal vez ahora despechados porque –como en Rusia 2018– perdieron? ¿Puede percibirse, acaso, un capitalismo racial escondido en las quejas? Y los 69 países que penalizan la homosexualidad, ¿deben quedarse afuera de la posibilidad de ser sede de un Mundial, aún sin tener en cuenta que el fútbol en la práctica también la prohibe, en tanto casi no hay jugadores que hayan podido reconocerse homosexuales?


Pero ese señalamiento segmentado, parcializado, en más de un caso hipócrita y moralista, no es exclusivo de una parte de la opinión pública europea. El fútbol –nuestra falta de racionalidad permitida– estupidiza porque enamora y enamora porque estupidiza. ¿O acaso en Argentina no conocemos a hinchas que en la semana denuncian abusadores sexuales (presuntos o sentenciados) pero el domingo gritan sus goles? Una denuncia a Diego Maradona por abuso pasó de largo en los últimos meses posiblemente porque fue emitida por una chica cubana asentada en Miami pero, también, porque el fútbol es un lugar ideal para difuminar los límites e indignarse selectivamente. «