Antes y durante cada Mundial –y Qatar 2022 no es la excepción–, en las calles, los bares y las redes sociales se repiten frases de esperanza como «ojalá Argentina salga campeón por el bien del país». A continuación, cada cuatro años, se agregan estudios que aseguran, sin mucha precisión, que la actividad económica de un país mejora en caso de una alegría futbolera compartida por millones. 

Según esa teoría, se trataría de un efecto derrame: la población feliz sale a la calle, gasta dinero, sube la demanda de bienes y hace crecer el PBI. Son afirmaciones que exceden a Argentina, que no tienen ningún contraste y que incluso disparan otras variantes del estilo, como una supuesta correlacción entre los resultados deportivos y la tasa de natalidad.

Tras su excepcional cuarto puesto en Sudáfrica, futbolistas de Uruguay aseguraron que en su país se registró un crecimiento demográfico disparado por la alegría de un Montevideo en la calle. Como teoría suena extraordinaria, que el fútbol y los mundiales generan vida, pero –otra vez– es desmentida por las estadísticas oficiales. Al menos entre 1977 y 2012, justamente el año con menos nacimientos en Uruguay fue 2011, el siguiente al Mundial de Sudáfrica, la mejor actuación uruguaya en las Copas en el último medio siglo. Incluso en Argentina, 1987 –el año siguiente al último título ganado por la Selección, el de México 86– fue el año con menos nacimientos en el país de ese ciclo: tras los 675 mil de 1986, los nacimientos bajaron a 668 mil en 1987 y luego subieron a 680 mil en 1988. 

No hace falta recordar –o sí– que, también al año siguiente de la cúspide maradoniana, Raúl Alfonsín perdió las elecciones legislativas de 1987, una derrota que ya expresaba un desencanto popular al que el fútbol puede mitigar pero no solucionar.

La frase «ojalá Argentina salga campeón por el bien del país» sólo tiene sentido desde su relación con un humor social que puede mejorar, a lo sumo, unos días, una semana o hasta unas Navidades inéditamente mundialísticas, pero que no forman parte de ningún plan económico. Los jugadores no pagan–ni deben pagar, claro– el alquiler de los trabajadores. 

Ya demasiado difícil es un Mundial como para, encima, pedirle a esta Selección que cargue sobre sus hombros una alegría que, eso sí, gran parte de la población espera, acaso como nunca en las últimas décadas. Las nuevas generaciones redescubrieron la felicidad por la Selección en la Copa América del año pasado y la previa para el Mundial despertó una expectativa alta, muy alta, posiblemente demasiado alta, la de «ojalá Argentina salga campeón por el bien del país», un deseo mayúsculo que necesita un funcionamiento similar que el equipo aún no demostró más allá del triunfo imprescindible de ayer, uno de esos partidos en los que lo único que importa es sobrevivir, y Argentina lo consiguió con dos golazos en el desierto. Si Arabia Saudita nos había dado nuestro golpe más evitable de los mundiales con solo dos remates al arco, Lionel Messi y Enzo Fernández repitieron contra México esa efectividad: el fútbol un día te traiciona y al otro te abraza. 

El miércoles, contra Polonia, será otro partido que Argentina tendrá que jugar, trabajar y sobrevivir, y así hasta el final de su participación en Qatar, sin que «el final» implique «la final» o «salir campeón». Contra México fue más un desahogo que un festejo, acaso una síntesis de lo que realmente puede el fútbol.