No hace tanto, en los ochenta y hasta en los noventa, ver fútbol en una cancha todavía era una experiencia que se podía compartir con los rivales. Ya se acumulaban (muchas) muertes y las tribunas eran un territorio gobernado por los barras, pero en las plateas todavía podían mezclarse locales y visitantes. Recuerdo un Superclásico de 1989 que se jugó por la Liguilla en la cancha de Vélez, bajo una lluvia de julio, en el que un hincha de River gritó con furia un gol de Ramón Centurión, puteó por la expulsión de Daniel Passarella (fue su último partido) y festejó cuando su equipo, al final, ganó el partido. Estaba en la platea norte baja, rodeado de hinchas de Boca. 

 No pasó nada. 

Pero algo nos pasó a nosotros. No fue sólo el transcurso del tiempo, que vivamos un fútbol más violento: que nosotros mismos, los hinchas, seamos más violentos. Quizás haya algo de eso, pero también hubo, desde entonces, una política estatal que profundizó esas diferencias. Desde la Ley De la Rúa sancionada en 1985 hasta acá, cada medida de cada gobierno en pos de una supuesta seguridad en las canchas apuntó a hacer más ancho y más alto ese cerco. Cuando los alambrados no alcanzaron, crecieron los operativos policiales. Cuando los operativos policiales no alcanzaron, llegaron los pulmones de seguridad, esos grandes espacios de tribuna vacía para que todos estemos bien separados. Y cuando los alambrados, los operativos policiales y los pulmones de seguridad no alcanzaron, llegó la prohibición de público visitante. 

Nacieron los infiltrados. 

Levante la mano el hincha que alguna vez se metió en una tribuna ajena. Ahí están, son muchos. 

Con los infiltrados, sujetos temerarios capaces de jugarse el pellejo para ver a su equipo en silencio, creció la extranjeridad del visitante y, en paralelo, el odio visceral al que nos ultraja la casa, al que burla los límites que establece el Estado: una tribuna en estado de alerta ante el posible intruso. La barra se convirtió en gendarme de esa frontera. Los ejemplos sobran, pero durante uno de los últimos clásicos de Avellaneda en la cancha de Racing, miembros de La Guardia Imperial sacaron de la platea a supuestos hinchas de Independiente, cuidándolos incluso de que no fueran linchados por los plateístas, que los puteaban mientras se los llevaban. Lo que siempre pasó con los punguistas, ahora con los visitantes vedados. La barra, como una fuerza paraestatal. 

Por eso la muerte de Emanuel Balbo fue una muerte del fútbol. Porque alcanzó con que alguien gritara que Emanuel era de Talleres –aunque no lo fuera– en una popular de Belgrano para que lo hicieran bajar los escalones entre piñas y patadas, pegándole hasta hacerlo caer por una de las bocas de la tribuna, robándole las zapatillas y hasta burlándose de su cuerpo destruido. No fueron barras; fueron supuestos hinchas comunes, los no organizados. Y el código para activar el linchamiento no fue un negocio, sino algo más simbólico: el honor, la defensa de un territorio. 

Cada vez que se piensa en los episodios de violencia en el fútbol, se repiten mantras, como la relación entre la barra y la política, la barra y el sindicato, la barra y los dirigentes. Y se agregan falsedades. Es el fútbol dicen -como reflejo de la sociedad. No: las muertes en la cancha–o fuera de ella, pero vinculadas a esa lógica- tienen su especificidad. Como lo tiene la violencia machista, los crímenes contra las mujeres, algo que recién entienden algunos –otros todavía no– desde el emergente «Ni una menos». Muy pocos, salvo los trabajos que se hace desde las Ciencias Sociales comprenden ese factor. Salen del sentido común. En la cancha, no sólo mata la barra. También mata el hincha. Y mata la policía, cuya acción es el principal factor de muerte en el fútbol. 

En 2011, un amplio grupo de sociólogos y antropólogos elaboró una propuesta para la seguridad en los estadios, con estatutos del hincha para que tengan más derechos, la regulación de la barra y una fuerza especial para los estadios, entre diversas y profundas medidas. Varios de esos puntos se aplican con éxito en otros países. Tiempo antes, incluso, algunos de ellos habían propuesto convertir los pulmones de seguridad en pulmones de convivencia, como medida ejemplificadora. Todavía se permitía el público visitante en los partidos de Primera. Pero en vez de analizar esa propuesta –que todavía sigue ahí–, la respuesta del Estado, ante la muerte siguiente, fue apretar más la manguera del hincha: prohibió a los visitantes en todas las categorías. El Estado ayudó a agudizar esas rivalidades: hizo más grande el honor en juego. El Estado alimentó el aguante. Acaso cambiar esta historia sea una tarea que tenga surgir desde abajo, desde los hinchas y los socios. Dejar de ser infiltrados. <