«¿Qué hace Diego Maradona en este libro tan denso, tan cargado de tensiones? La idea es que nos libere, nos suelte el pelo, nos emocione, nos robe una sonrisa a todos. Tengámoslo como una yapa, o como se dice ahora, como un bonus track, para recordarnos aquellos momentos en que, por obra y gracia suya, uno tenía la certeza de que bastaba alzar un brazo para alcanzar la primera nube.»

Así empieza el capítulo que no podría llamarse de otra forma que Barrilete cósmico. Es el texto final de Textualidades, la defensa de los sueños de siempre (Editorial Colihue), el último libro de Víctor Hugo Morales. El trabajo al que se introduce cuando Adrián Paenza explica en el prólogo lo que él mismo le dijo al autor tras una primera lectura: «El valor ‘auténtico’ que tiene este libro, de todo lo que está dicho acá como una ‘catarata’, es que no tiene FILTRO. No importa cómo un episodio particular y aislado te deja parado a vos (…) Para poder dar valor a la lucha que encabezaste durante tanto tiempo, es justamente incluir los ‘potenciales errores’ y ‘malas lecturas’ tuyas. Si querés, y te sirve, hablémonos por teléfono más tarde… o mañana. Dejá todo como está».

Así fue. Los archivos secretos de la dictadura uruguaya; sus aportes al fisco; sus opiniones sobre la concentración mediática y, también, los negocios del fútbol, que viene exponiendo hace muchos años, coronado por el episodio de cuando transmitió trazos de la final entre el Real Madrid y Boca, que le valió una colosal pelea con el multimedios hegemónico. También el «antiargentinismo». Todo ordenado por capítulos, con textos actuales y «textualidades» de otros tiempos. Para llegar al espacio Maradona. Algunas pinturas de Víctor Hugo matizadas y reforzadas por sus propios relatos de los goles. El siguiente es un extracto de uno de esos textos:

«A los pocos metros de iniciar su patriada –era contra Inglaterra el asunto– la electricidad fue creciendo y como se aprecia en el espacio un plato volador, el extraterrestre con su emblema convocó al pasmo más profundo que el fútbol hubiera provocado jamás. Hay una especie de trinchera vista desde lo alto del estadio. Un surco en la tierra por el que avanza una potente luz a la velocidad de un cometa. Allá abajo, en el fondo de la olla del Azteca, en la penumbra, Maradona imita lo que a veces puede apreciarse en el cielo. La herida que abre en el azul misterioso un astro incandescente, ahora sucede en la Tierra. Allí va Diego con la bravura del que lleva el estandarte de su ejército en un ataque definitivo. Diego corre entre las laderas de colores ingleses, saltando trampas de piernas que buscan lo imposible. Y planta, como los escaladores en la cima, su bandera.

Valdano, que lo acompañaba desde muy cerca, contaría alguna vez que Diego atinó a pedirle disculpas por no haberle pasado la pelota. Le dijo que no pudo encontrar la forma. Valdano y los futboleros se preguntan aún cómo pudo advertir el detalle durante esa corrida memorable. En uno de los pupitres del palco de prensa, este cronista de los estadios subrayó la hazaña. «En la jugada de todos los tiempos», dijo, y luego lanzó las pocas palabras, aquellas del barrilete cósmico, con las que viene remando hace 30 años arropada su carrera por el invento insuperado de Diego. ¿Cuántas jugadas pueden concebirse en la inmediatez de la acción? ¿Qué veía el artista? El número de errores que se arriesgaba a cometer, desde el inicio hasta el portero inglés, es infinito (…)

«Genio, genio, genio», eran las modestas palabras que acompañaban al intrépido que se iba a lo más alto del mundo, por la cicatriz que abría en el césped… ¿En qué momento decidió Maradona enfilar hacia el arco? El jugador avanza mirando la pelota, pero, ¿cuántas piernas, cuántos metros cuadrados de terreno, abarca su visión periférica? Pudo enganchar, frenar, ir hacia el costado, rematar desde lejos. De mil formas la jugada pudo ser una entre billones. El coraje, la intuición, un Dios detrás del Dios, afirmaría Borges, la hicieron única, definitiva y eterna. Maradona dejó la pelota en el fondo del arco de los ingleses cuando ya la foto era la de la impotencia y la incredulidad. «Quiero llorar», decía con el puño apretado quien firma esto, lanzado sobre el pupitre, envuelto en cables y auriculares, mientras Maradona se desplazaba hacia un costado de la cancha para celebrar la conquista.

El cuerpo lanzado al placer del grito. El desvarío de una mente que se queda en blanco como si una nube estallara dentro de los párpados cerrados. No fue sólo la jugada. Las emociones de varios años entraron por el pequeño embudo de la razón. Era la hazaña de Diego, del amado Diego de los futboleros. Era el pase a las semifinales del Mundial. Era contra los ingleses y cientos de pibes que lo hubieran gritado no podían hacerlo, apagadas sus voces cuatro años antes en las heladas tierras de las Malvinas. Ocurría en un escenario adverso. Y era la más bella, osada, corajuda e inventiva de las películas que el fútbol había producido en su historia.

Treinta años después, el hombre no consigue empobrecer aquella marca. Salta más, corre más rápido, es más resistente, el universo mismo se expande hacia más infinito. Pero con Maradona, no se puede. El asunto es bien complejo: hay que tomar la pelota en el campo propio, esquivar a cuanto rival se le oponga, enfrentar al arquero y dejarla atrapada en la red. Tiene que ser en un Mundial. Ya que fue citado Borges, autor del cuento «La Biblioteca de Babel», aquella que fabulaba con todos los libros posibles, ha de establecerse que en el fútbol Diego hizo posible todos los volúmenes que pueden escribirse del deporte que exaltó como nadie. He ahí, en una jugada, el libro de la intuición, el de la osadía, el de la habilidad, y así los del coraje, la fortaleza, la picardía, el genio, la memoria y cuanto sea concurrente a la biblioteca del fútbol»(…). «