Hannes Halldorsson es director de cine, hizo largometrajes, anuncios publicitarios, documentales pero nunca podría hacer una película que supere a esa instantánea dramática que lo muestra bajo el cielo celeste de Moscú atajándole un penal a Lionel Messi. Es el momento de la caída del superhéroe, el verdadero giro en la trama. Hasta ahí, quedaba en los pies de Messi el rescate de la Argentina, un guión que se repite en cada partido. Halldorsson lo congeló con sus manos. Uno de los colaboradores de Jorge Sampaoli que observaba el partido desde la zona de prensa, con sus laptops, con el software que radiografía el equipo, golpeó la mesa con bronca. Si los GPS que se utilizan en el fútbol entregaran niveles emocionales de los jugadores, a los 15 minutos del segundo tiempo se habrían derrumbado las señales que llegaban desde el cuerpo de Messi.

Su ausencia en lo que siguió del partido agigantó la presencia de Javier Mascherano, su socio en el contrapeso del equipo. Una sensación quedó flotando sobre el estadio del Spartak, el regreso de una selección mascheranizada: no al servicio del mediocampista, como ocurrió en Brasil 2014, pero con él como eje. La pelota pasaba demasiadas veces por él, mucho tiempo, porque era el encargado de recuperarla pero a la vez porque en el merodeo del área, cuando Islandia cerraba la compuerta, cuando no había otras opciones, ahí también aparecía Mascherano.

La decisión de Sampaoli de duplicar a Mascherano con Lucas Biglia no funcionó. Si la idea era cuidarle las espaldas a Messi, reforzar la defensa, por ahí no fue. Tampoco en la administración de la pelota. Sampaoli había tenido que explicar en la conferencia de prensa del día anterior si no era una contradicción sostener que el mediocentro define a un equipo y, a la vez, elegir ese doble cinco para jugar contra una agrupación de guerreros. Era una muestra de pragmatismo. El reconocimiento de ese error llegó cuando hizo entrar a Ever Banega, recién en el segundo tiempo.

Messi era por esas horas un hombre desconectado del equipo –o el equipo estaba desconectado de Messi-, en esa soledad que da imágenes con futuro de mural, rodeado por cinco islandeses, sin posibilidades de encontrar una pierna amiga. Cuando le preguntaron al técnico Heimir Hallgrimsson qué haría con él, juraba que no aplicaría una marca hombre a hombre. Si hubiera estado en su país se lo habría adelantado a los hinchas en el bar Ölver de Reykjavik. Su plan iba a consistir en algo más efectivo: agobiar a Messi, anudarlo entre sus jugadores, que se convirtiera en presa de sus futbolistas hambrientos.

Messi apenas pudo liberarse de ese encierro. No encontró nadie que lo auxiliara cuando necesitaba respirar. Messi daba la pelota, pero la pelota no volvía. Es una situación que produce espejismos: se cree que Messi juega mal, que como no resuelve los asuntos del fútbol por sí mismo, como no hace la diagonal, saca el latigazo y termina con el rodeo, entonces no es Messi. Y sin embargo, ayer, en el Spartak de Moscú, Messi intentó jugar por todos lados, maniatado, buscando a Maxi Meza –pero Meza no le aparecía-, buscando a Ángel Di María –Di María aparecía sombrío-, lidiando con la fuerza de élite que conducía Aron Gunnarsson, un lanzador de laterales misilísticos, al que cualquier confundiría con un leñador más que con el capitán de una selección mundialista.

Algo del aire que necesitaba Messi lo encontró con Banega. Otro tanto se lo brindó Cristian Pavón. Pero estaba todavía envuelto en sus tribulaciones. El aliento de la hinchada no terminó por sacarlo del penal. Y el tiempo se acababa. Sampaoli desesperaba al costado de la cancha. Si la ropa de los entrenadores definiera los estilos de cada equipo, Sampaoli y Hallgrimsson estaban vestidos al modo de sus selecciones. Los pantalones chupines, zapatos marrones, el saco azul y la camisa slim fit, contra las bermudas deportivas, las zapatillas blancas y la camperita islandesa. El dress code del fútbol.

Pero lo que pretendía mostrarse como una sutileza se desarmó ante lo agreste. Hasta que Sampaoli tuvo un arrebato. Se quitó el saco y se arremangó la camisa. Era la imagen de un hombre dispuesto a pelear. El cuarto árbitro lo obligó a volver a ponerse el saco. Se lo dijo dos veces: su camisa blanca podía mimetizarse con la camiseta de Islandia. Sampaoli se lo puso, pero con el cuello desprolijo, para arriba. Todo lo que podía simbolizar el equipo. Dispuesto al arrojo pero desalineado, con dos nueve porque había entrado Gonzalo Higuaín, con Mascherano en el medio del campo pareciéndose al de los Maschefacts. Y con Messi que no podía siquiera pasar la pelota por arriba de la barrera.

De los pedazos azules de las tribunas se escuchaba  el grito de guerra, el “Aiiiislaand, Aiiislaand, Aiiislaand”. Messi intentaba todo como un obseso. Nada le salía. Nada le salió. Una vez, incluso, fue a buscar al área un pase de Mascherano, que se encargó de picarla sobre ese muro. Una pierna islandesa le sacó la pelota a Messi en el aire. Que el del pase haya sido Mascherano parecía una ironía. Un síntoma. Si su figura crece es porque lo que cae es el juego del equipo en ataque. Es porque hay problemas. Es porque Messi entra en las sombras y se para frente a la pelota, dispara el tiro libre, pero se choca con la barrera. Es el Messi que cuando escucha al árbitro tira la pelota y se arranca la cinta de capitán, la imagen con la que cerró su tarde en Moscú. Ahora tiene cuatro días para intentarla olvidar. «