La idea de una Selección sin Lionel Messi ni siquiera duró un partido. Entre el penal que se le fue por arriba del travesaño en la final de la Copa América Centenario ante Chile, entre el llanto público en la mitad de cancha del estadio en Nueva Jersey y la primera convocatoria de Edgardo Bauza para el regreso de las Eliminatorias, la Argentina no jugó ni un minuto sin el rosarino. Sí existieron especulaciones sobre su futuro, apresuradas sentencias sobre su devenir celeste y blanco, sesudos análisis sobre la psiquis y los dramas que atraviesan al mejor jugador del mundo cuando se pone la camiseta argentina y, sobre todo, dos decisiones.

Porque Messi, con la derrota ante Chile aún caliente, abrió un paréntesis. Tomó distancia para recluirse con los suyos en las vacaciones en Rosario, en las Bahamas y en Ibiza. Y, en el medio, retocó su imagen: se tiñó el pelo de rubio, acaso el único cambio entre la angustia frente a Chile y el llamado para jugar ante Uruguay, en Mendoza. Porque el propio Messi, en un comunicado, le escupió en la cara a aquellos que se animaron –se animan– a cuestionar cierta apatía por los colores: «Amo demasiado a mi país y a esta camiseta». Porque Messi, en definitiva, se carga –otra vez– los quilombos nacionales sobre el lomo.

Los movimientos del superhéroe rosarino, incluso, evidencian una estrategia. Una táctica para despegarse de la tercera caída en cadena en una final. Cuando Armando Pérez llevaba adelante el casting para encontrar al sucesor de Gerardo Martino y planificaba un viaje a Barcelona, Messi rechazó la posibilidad de reunirse con el presidente de la Comisión Normalizadora de la AFA: no quería quedar atado a la elección del nuevo entrenador. Recién se sentó a charlar con Bauza después de que estuviera oficializado como el reemplazante del Tata.

«Vine a escuchar sus frustraciones», describió el Patón sobre el diálogo con el rosarino en tierras catalanas. Unas horas antes, a más de 8500 kilómetros de allí, en Río de Janeiro, la Argentina había sumado otra decepción: el seleccionado Sub 23, con técnico y equipo improvisados, había quedado eliminado en los Juegos Olímpicos. La búsqueda del oro, esa medalla que Messi se colgó en Beijing 2008, terminaba anclada en la zona de grupo como para entregar otra certificación del estado de desconcierto que cruza a la AFA, una asociación en la que se vive una lucha política y una intervención estatal desembozadas. Fue, también, la confirmación de que después de Messi, al menos por ahora, hay poco y nada como para pensar en el recambio.

«Veo que hay muchos problemas en el fútbol argentino y no pretendo crear uno más. No quiero causar ningún daño, siempre pretendí todo lo contrario, ayudar en todo lo que pude», dice el texto que difundió para explicar que nunca se fue. Que se pone al frente de las dificultades. Que le pone el cuerpo al desaguisado que engendraron otros desde Viamonte 1366. Su decisión, entre otras cosas, también evitará que la economía de la casa madre del fútbol se enflaquezca todavía un poco más: se estima, como contó Tiempo en la edición del 3 de julio pasado, que la presencia del mejor del mundo representa un 50 por ciento de lo que puede ganar la AFA por organizar un partido de la Selección.

El reencuentro con la Argentina llegará en el interior del país: en Mendoza, el próximo 1 de septiembre, Messi tal vez reciba el apoyo de la gente y rememore parte de lo que generó el #NoTeVayasLio, la campaña que copó las redes y las calles para que no se saque la camiseta celeste y blanca. Habrá, además, otros condimentos en el partido frente a Uruguay: será el estreno de Bauza que en los días posteriores a su designación pregonó una idea de continuidad entre su ciclo y el de Martino, pero su primera lista incluyó varias sorpresas. La presencia de Messi, además, anula un debate: al Patón, con el mejor del mundo de su lado, ya no le quedará margen para la especulación. Para pensar en un planteo cauteloso. Tendrá que rodear al 10 y salir al ataque. Argentina, sobre todo, no se privará de la posibilidad del disfrute: gozará del mejor del mundo, en su país. Vivirá cada partido a la espera de lo que depare la zurda del pequeño de 170 centímetros.

Porque Messi, un mes y medio después de la calentura en la zona de prensa del MetLife de Nueva Jersey, se hace cargo del equipo. Se asume como líder, eso que tanto le reclaman. Vuelve a meter los pies en el barro para intentar, una vez más, sacar campeona a la Argentina y terminar –acaso en Rusia 2018– con el estigma que persigue a la generación post Maradona.