Hijo de león, leoncito, eso significa el nombre Lionel. Y ellos dos, sin alardes ni rugidos a la Metro Goldwyn Mayer, alcanzaron la copa. Es decir la cúspide del mundo futbolístico que por metonimia o asimilación viene a ser el mundo entero. Los dos Lioneles y el equipo en pleno, porque de eso se trató, de un trabajo conjunto en perfecta armonía de sorprendente belleza y eficacia.

Y las atajadas mágicas del Dibu, y todo lo que llevó hasta las lágrimas de emoción a alguien como yo para nada aficionada a esta pasión de multitudes.

Pero sí aficionada a las multitudes, y ni qué hablar de la pasiones.

Que fue lo que se puso en juego más allá del juego en sí pero gracias a él. Y gracias, muchas gracias, casi seis millones de gracias en las calles y tantísimas pero tantísimas más frente a las pantallas. Porque resultó ser una multitudinaria fiesta de conciliación y de amor y de euforia compartida. La enorme necesidad de festejar entre pares, entre compatriotas de esta patria del corazón que no cabía en el pecho. De puro orgullo y reconocimiento. Gigantesco carnaval espontáneo de descarga y reparación social, convivencia generalizada sin distinciones espurias. Por fin. Por fin después de tanto endilgado autodesprecio y discurso de odio. Después de las dos aterradoras balas que por milagro no salieron pero lamentablemente borraron del recuerdo aquella otra expresión de amor callejero, espontáneo y compartido que en pequeña escala ya nos daba a entender aquello de lo que somos capaces, argentinas y argentinos, cuando las circunstancias se prestan o así lo requieren.

Los festejos de estos días han sido un apoteótico ensayo general. La inconmensurable cantidad de gente en las calles, impresionante pero dulce marea humana, volvió a demostrar nuestra capacidad de autocontrol y nuestro espíritu pacífico. Salir a defender los valores democráticos parecería ser el próximo e ineludible paso . «