Los carteles de Nike en las calles Moscú todavía tienen a Cristiano Ronaldo. Y en los entretiempos de los partidos, Lionel Messi todavía para la pelota de pecho y le pega de zurda. Enseguida, recomienda los créditos del Alfabank a tasas del diez por ciento con la sonrisa que nunca tuvo en Rusia. Cristiano y Messi están en las publicidades, pero ya no están en el Mundial. Los cracks globales, las figuras de las grandes marcas, los que dominan la guerra fría por los balones de oro, mirarán lo que sigue por televisión. Rusia 2018 se quedó sin ellos, pero todavía tiene a Rusia, la selección que eliminó a España en los penales y levantó el sonido de los bocinazos en Moscú.

El equipo al que la destinaban sólo la primera fase anima a su Mundial. A su manera. No es una fiesta de toques, es un juego más espeso, pero el fútbol también es la épica. Y ahora, en Moscú, la épica es rusa. La selección de Stanislav Cherchésov se acaba de cargar a España, la autogestionada, la campeona de 2010, la del juego de posición, la que en el Luzhniki tuvo el 74% la pelota, la que echó a su técnico un día antes de debutar en el Mundial, la de Andrés Iniesta, la que se volvió en primera ronda de Brasil 2014, la que ahora se va en octavos.

Igor Akinfeev le ataja el penal a Iago Aspas y en la transmisión del Canal 1 de Rusia el relator de Canal 1 grita con desmesura, se queda sin aire. Explotan los bocinazos en Moscú, sobre la que se levanta un viento fuerte, con lluvias que se calman a la hora de los festejos. “Envejecimiento e inexperiencia: por qué Rusia está condenada al fracaso”, había titulado en su tapa The Moscow Times antes de la apertura del Mundial, antes de que Rusia le hiciera cinco goles a Arabia Saudita.

Podía decirse que Rusia era solo eso, la que le podía ganar a una selección débil. Lo decían los rusos en las calles. Miraban de reojo el Mundial, hasta ignoraban las pantallas del Metro. No importaba que jugara Rusia o lo hiciera Brasil. Pero el fútbol empezó a ganarlos. La selección empezó a ganarlos. En diecisiete días de Mundial nunca se escuchó tanto ruido, tantos gritos, tantas bocinas, motos que aceleran como festejo, como forma de celebración. Autos vestidos con banderas. Los rusos no necesitan de otros, los rusos animan ahora su propio Mundial. No necesitan de Vladimir Putin en los estadios. Tan señalado como populista, el presidente ruso no volvió a un partido desde el primero, el inagurual.

Akinfeev, el arquero que atajó dos penales, a Koke y Aspas, alguna vez fue también el hazmerreír. Arquero del CSKA Moscú, completó 43 partidos con goles en contra en Champions League, un récord que sólo producía burlas. En Brasil 2014, quiso agarrar la pelota pero se le resbaló de las manos durante el primer partido de Rusia en ese Mundial, contra Corea del Sur. Ahora es héroe nacional. El fútbol es así en todas partes.

Ya no están Cristiano y Messi, ya no están los españoles, tampoco están los alemanes, pero está Rusia. Mientras oscurece en Tagansky, uno de los barrios de Moscú, la gente sale a las calles. En la televisión, conductores y conductoras se ponen bigotes postizos. Homenaje a Cherchésov, el técnico que planeó la obra. Todos se suben a la victoria. En el corte, reaparece Messi con su sonrisa. Es domingo. Da demasiada nostalgia.