A uno le tocó nacer en Argentina y se enteró de que existía el Barcelona cuando ya había pisado una cancha de tablones, había dialogado con su viejo de las verdades profundas de la vida (esto es, de qué cuadro hacerse hincha) y se había enamorado definitivamente de unos colores. Muy tarde supimos que en España hay unos tipos que salen campeones a cada rato y se hacen panzadas de fútbol.
Es que este Barcelona campeón, al igual que el del año anterior, y el otro, y el de aquella Champions y aquel Mundial de Clubes (póngale el año que quiera porque son todos iguales), es un lujo. Va a ser difícil recordar una delantera tan potente como esta: Messi, el muñequito de Playstation que todos quisiéramos manejar, pero de carne y hueso; Suárez, verdadero animal del área, con garra y fútbol, por más que a veces se le salte la cadena; y Neymar, hábil, pícaro, desenfadado y con gol.
Pero también tiene a Iniesta, un cerebro que enseña el valor de pensar antes de hacer (y qué bien que piensa); a Busquets, que da clases de cómo ser número 5; a Mascherano, el corajudo con el que todos nos animamos a ir a la guerra; y a Piqué, elegancia y efectividad desde el fondo (y encima conquistó a Shakira). Además, el equipo hace culto del juego prolijo, cuida la pelota, golea y juega el fútbol que le gusta a la gente. Y encima reivindica a toda una región y es el símbolo de la resistencia a las dictaduras. Mantiene el estilo y la identidad.
Es cierto, enfrenta a rivales débiles, culpa de una Liga con cuestionables criterios de reparto de ingresos que hacen que dos se lleven todo y los otros 18 sean meras comparsas. Pero no es culpa del Barsa.
Lo bueno es que podemos verlo por TV y ser felices 90 minutos. Para sufrir con nuestro equipo de siempre tenemos toda la semana.