Alejandro Sabella se esconde bajo una gorra blanca, entrecierra los ojos por las luces, y responde siempre en estado zen. Si alguien le pregunta por sus aciertos, Sabella dirá que no son suyos, que son del equipo. Si alguien le pregunta si se golpea el pecho, Sabella dirá que no se golpea el pecho. Nunca. Si alguien lo elogia por insistir con la ocupación de espacios, Sabella dirá que la ocupación de espacios es viejísima, tan vieja como el fútbol, que no es un invento propio. Si alguien le dice que lo más importante –lo único- es ganar, Sabella dirá que no, que eso es sólo lo que nos quieren hacer creer. Por eso ahora camina al centro del Maracaná, consuela a los jugadores, le da la mano a Joachim Löw con caballerosidad, y les dice a los suyos que tienen que ir a recibir el premio por el segundo puesto.

No hay gestos de desmesura en Sabella. No hay estridencia. No hay señales extremas. Y eso no significa –al contrario- que no haya compromiso. Sabella es el reverso de una época en la que primero se nombra a los entrenadores y después a los jugadores. Armó un equipo a su imagen y semejanza. Equilibrado y correcto. Un equipo al que se le puede reprochar su juego, pero que no apela a la trampa y la deslealtad. Y que perdió uno de sus mejores partidos del Mundial.

Sabella no le escapa a las discusiones. Es capaz de olvidarse del tiempo y perderse en largas explicaciones sin perder jamás la paciencia. Es capaz de darle la razón al otro. Es capaz de la autocrítica. Estudió Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Rindió seis materias. Debe haber aprendido sobre argumentación: puede pasar horas dándole vueltas a un detalle. Mostró en los primeros días en Brasil momentos de confusión. Decidió una línea de cinco que tuvo que cambiar en el entretiempo. Dio la impresión de que todo se le iba de las manos. Fue y vino cuando nadie lo esperaba. Pero sólo Sabella sabe por qué lo hizo. Pecamos de juzgar acciones de los entrenadores con información parcial y recortada.

Las biografías de hombres de la historia argentina –su preferida es El Loco Dorrego, de Hernán Brienza- es de las pocas cosas que lo sacan del fútbol. Es cierto que reivindicó a Manuel Belgrano apenas asumió como entrenador de la Selección, pero tampoco saca pecho con esos asuntos. Sólo se abrió para hablar de política cuando lo entrevistó La Garganta Poderosa en los días previos al Mundial. Dijo, entre muchas cosas, que le gustaba el kirchnerismo. Para los medios opositores se convirtió, por poco, en un demonio.

Pero su obsesión es el fútbol. Y lo fue la selección en estos tres años. Su representante, a destiempo, reconoció que Sabella si irá en estos días, con todo terminado. El técnico no quiso hablar sobre el asunto. No era el momento. Pero el cargo –lo confesó él mismo- le entregó demasiado sufrimiento. No le dejó tiempo para ver películas con su mujer, que le organizaba asados con amigos sólo para despejarle la mente. Se desveló muchas noches porque algo del equipo se le vino a la mente. Y tuvo siempre a mano a sus colaboradores, Julián Caminos y Claudio Gugnali, para internarlos en largas charlas.

Llegó a la selección apenas con una experiencia como entrenador: Estudiantes. Pero había visto esa silla de costado, como ayudante de Daniel Passarella. Nació en Palermo pero el técnico salió de Estudiantes. Aunque el jugador salió de River, mucho tiempo bajo la sombra del ídolo Beto Alonso. En Brasil, cuando jugó en el Gremio, tuvo que mirar desde afuera –desde acá- cómo la selección ganaba México 86. Antes, en Inglaterra, donde jugó en el Sheffield y el Leeds, aprendió a hablar en inglés. No es una sorpresa que utilice ese idioma cada tanto. El Sheffield había venido a buscar a Diego Maradona, pero el pase se trabó. Y se llevó a Sabella. Fue de Inglaterra de donde lo rescató Bilardo para llevarlo a Estudiantes, el club que lo adoptó como su hogar.

A diferencia de quienes lo consideran de su riñón –a las corridas, resumamos eso en el bilardismo- Sabella no reivindica el unicato del triunfo, el vale todo. Tampoco se pone por encima de los jugadores. Supo escuchar a Lionel Messi cuando la estrella dijo que le gustaba jugar con tres atacantes. Impone ahí una diferencia abismal, así como genera contradicciones para los opuestos cuando dice que el funcionamiento –el juego- es importante para conseguir resultados.

Su meme con el cuerpo reclinado, en pleno fallido, fascinó a las redes sociales. Igual que su fake en Twitter, que escribe sus intervenciones en mayúsculas: SALUDOS SABELLA. El tropiezo al costado de la cancha le valió una imitación de Ezequiel Lavezzi en un entrenamiento. Fue Lavezzi también quien le echó un chorro de agua en la cara cuando la Argentina jugaba contra Nigeria. Lo que pudo parecer un gesto de desautorización también pudo ser una forma de conducir distendida. Lavezzi no volvió a salir del equipo.

El triunfo genera prestigio. La victoria es la beatificación del entrenador. Se le encuentran milagros y sanaciones. Los pecados sólo aparecen con la derrota. Sacar ahora los reproches resulta oportunista. ¿Pudo ser mejor? Por supuesto. ¿Pudo ser como nos hubiera gustado que fuera? Desde ya. Pero no hay que dar muchas vueltas para decir, con las palabras más simples, que Sabella hizo un gran trabajo. Y que fue –es- un tipo dig¿no. No es poca cosa.