Manuel Soriano llega con su novia brasileña a La Bombonera. Hay fútbol. El árbitro cobra un penal en contra a Boca. Y la hinchada explota: “¡Castrilli, hijo de puta/ La puta que te parió/ Castrilli, hijo de puta/ La puta que te parió!”. La cámara de Soriano, después del gol, hace foco en su novia brasileña, que canta bajito: “Cidade maravilhosa/ Cheia de encantos mil/ Cidade maravilhosa/ Coração do meu Brasil”. La canción brasileña fue compuesta por André Filho para el Carnaval de 1935. Es el himno de Río de Janeiro. “No sé cuánta gente sabe que cuando insulta a un árbitro (o al menos a los árbitros cuyos apellidos tienen dos o tres sílabas) lo hace a ritmo de samba”, escribe Soriano en ¡Canten, putos! Historia incompleta de los cantitos de cancha (Gourmet Musical), un libro de crónicas en las que propone aventuras de investigación con rebordes futbolísticos y derivaciones sorprendentes y no siempre felices.

Soriano abre ¡Canten, putos! con una cita a Jorge Luis Borges, acaso como hilo por el que tirar para encontrar la raíz criolla del “correr” en las canciones de las hinchadas, de “correr” como escapar de los rivales. “Hombro a hombro o pecho a pecho/ cuántas veces combatimos/ ¡Cuántas veces nos corrieron,/ cuántas veces los corrimos!”, apunta Borges en el poema Milonga para los orientales, de 1965. Y luego discurre en crónicas que van desde Roque Narvaja y Bonnie Tyler a Roberto Carlos y Creedence. Pero que no sólo pasan por la música. Porque ¡Canten, putos! puede también ser leído como una aproximación no cientista -aunque no prescinde de las citas al antropólogo Eduardo Archetti- y no careta. Soriano deja interrogantes futboleros, claves del hincha contemporáneo. Divide a las canciones en las de aliento y las de “burla” al equipo rival. Destaca que “una rivalidad no correspondida es incluso más triste que un amor no correspondido”. Se pregunta: “¿Se puede ser tan civilizados sin perder esa pasión que siempre decimos que es lo mejor que tenemos?”. Y punza, desde la gracia y lo absurdo: “¿En qué momento las hinchadas se volvieron tan autorreferenciales? ¿Siguen teniendo sentido los cantitos para los rivales ahora que no hay público visitante? ¿A quién se los cantan? ¿A los jugadores rivales? ¿A las cámaras de televisión? ¿A las cámaras de los celulares?”.

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Hay anclajes en la música brasileña y los cantos políticos, hay un apartado con eje en Diego Maradona, hay otro acerca del método capusotteano de composición de canciones en asados y micros de barras bravas, pero la crónica acerca de la obsesión argentina falo-ano es la que le da el nombre al libro. El lenguaje es dinámico y más en el contexto informal de una cancha de fútbol, destaca Soriano. “’Puto’ en la cancha por lo general significa ‘cobarde’ (…) ‘Puto’ en la cancha también puede significar ‘amargo’. (¡Canten, putos!) (…) Romper el culo es ganar por mucho. ‘El poronga’ es el jefe, el más poderoso, es Tony Soprano antes de que empezara a ir a la psicóloga. ‘Poner huevos’ es poner coraje”.

Licencias con metáforas cotidianas que duelen como golpear el dedo chiquito del pie contra la pata de una silla, escenas de la infancia, búsquedas trasnochadas en YouTube con sus desopilantes comentarios, contextos y sentidos (en las primeras décadas del fútbol argentino, las canciones eran dedicadas a un futbolista: “La gente ya no fuma/ por ver al gran Labruna”), finales abiertos y frustraciones sin ética moralizante, son algunos de los recursos de los que se vale el escritor argentino que vive en Uruguay. “Hay una paradoja con los cantitos de fútbol -dice Soriano, en perspectiva, ya con el libro en las calles-. Por un lado, en general nos gustan, nos maravillan, y decimos que los cantitos de los españoles o los mexicanos son ingenuos y fríos. Y por otro lado, muchas veces los cantitos son violentos, racistas, xenófobos, homofóbicos. Ahí estamos atrapados, entre esas virtudes y esos vicios”.