Los 30 segundos que dura un minuto de silencio en un estadio hacen temblar las patas y olvidan que hay un partido de fútbol. Seattle queda más lejos de Orlando que Ushuaia de La Quiaca. Michael Bradley está primero en la fila de los jugadores, abrazado a un compañero y en su brazo izquierdo se le ve que la cinta de capitán, esta vez, es diferente: tiene un brazalete con los colores LGBT, que llevan el dolor del atentado y la idea de una sociedad que acepte la diversidad. Ese, sin embargo, no es su único detalle: el elástico que le rodea el bíceps lleva escrito One nation.
La consigna se replica en las bufandas que llevan los hinchas del equipo que lidera Jürgen Klinsmann. Mientras, se juega la final de la NBA y el mundo se pregunta si a los estadounidenses les gusta el fútbol. Pero la pregunta es, en realidad, agigantada por algunas características del público de esta Copa América: ¿quiénes son los estadounidenses?
Porque los 32 millones de mexicanos que viven en este país son los verdaderos locales de esta Copa América. Ayer, México-Chile, en Santa Clara, fue el primer partido que agotó las entradas. Los judíos, los musulmanes, los budistas, los católicos, los evangelistas: todos aparecen en los estadios. Cuando juega Argentina –o Uruguay, o Ecuador, o Venezuela– los padres recuerdan sus infancias en Banfield o en Ciudadela o en La Paternal y, en inglés, les cuentan a sus hijos, que hinchan por la celeste y blanca por su papá y porque Messi es el mejor en el FIFA, de qué se trata esta pasión. De Nueva Jersey, de Dallas, de Boston, de Wisconsin, desde cualquier lugar de Estados Unidos, viajan los que allí quedaron hace tiempo por cuestiones laborales, o por el gran sueño americano de Rocky, o porque el capitalismo se volvió imperialismo.
One nation, dice el brazalete y dicen las bufandas. Quién es verdaderamente yanqui en esta historia, se pregunta el que escucha todos los días alguna cosa de Donald Trump hablando del ellos y del nosotros. O, en realidad, el que prende la tele y, por ejemplo, se clava en Fox News y observa cómo, las 24 horas, uno de los grandes canales de noticias hace campaña a favor del candidato republicano. De quién hablan, cuando uno de cada 15 habitantes es de origen latino (legales) o cuando entre chinos e indios se especulan un millón de habitantes. Quién es in y quién out cuando en los alrededores del estadio se vende comida árabe, india, criolla, italiana y china.
Bradley, antes y después de jugar, hace desde los símbolos un acto de educación. Mientras los diarios mienten y desmienten sobre ISIS y Al- Qaeda y organizaciones que le venden a los vecinos, las aves sellan crisis. Mientras las comunidades gays tiemblan por lo que pueda pasarles, Clinton se desespera porque esta locura no le robe votos. Mientras los latinos devenidos en estadounidenses hace años se preocupan por el futuro de sus familias, Trump saborea esta locura. 
El país de la diversidad juega al ajedrez con el mundo que, alguna vez, decidió construir. La calle, sin exagerar, en tanta locura, tiene jaques por todos lados.