El domingo se juega el próximo Superclásico. El primero desde la final en Madrid. Será por la quinta fecha de la Superliga y, según algunos resultados, se podría poner en juego la punta del campeonato. También, según otros, el partido del 1 de septiembre podría quedar chiquito. Es que la rivalidad entre los dos más poderosos del fútbol argentino se agigantó tanto en los últimos años que hasta parece comerse la cola. ¿A quién le importa un Superclásico doméstico si ya se palpita un nuevo cruce por la Libertadores? ¿A quién le interesa un partido de tres puntos si en el horizonte está la pelea por una final continental? A ese nivel de locura se llegó en estos años. Y que los últimos dos duelos coperos no pudieran terminarse con normalidad no hacen más que reafirmarlo.

En mayo de 2015 Boca recibía a River por el campeonato local. Los dos estaban punteros. Los dos estaban invictos. Hubo un ganador. ¿Alguien se acuerda? Es posible que no. La atención estaba puesta en lo que sucedería unos días después: los octavos de final de la Copa Libertadores: tensión, patadas, un gol y la suspensión por el ataque con gas pimienta. River llegaba todavía con el envión del gran semestre anterior, de haberle ganado el Superclásico de la Sudamericana. Boca, rearmado después de esa derrota y como el mejor equipo del momento. Ese primer duelo de 2014 –al que la vorágine hace parecer lejano y hasta pequeño por todo lo que sucedió después– inauguró la era de una rivalidad monstruosa que se retroalimenta en cada paso.

El paralelismo con Federer-Nadal o con Messi-Cristiano Ronaldo es una tentación. Estos deportistas se volvieron cada vez mejores para poder intentar superar al otro y dejaron a los terceros lejos (en resultados y en consideración). Contra eso también deben luchar –en Argentina– los otros grandes. Racing es el campeón vigente de la Superliga y San Lorenzo, el actual puntero. Pero acá estamos, hablando de un cruce por la Libertadores que tal vez ni llegue a concretarse, de que entre el 20 y 27 de octubre va haber un debate presidencial, la definición de las semis y las elecciones sólo para alimentar la histeria colectiva. Y el morbo.

Pero a pesar de estas distorsiones, algo de verdad hay en esa comparación. River está cerca de las semifinales porque juega a lo campeón, es decir que llega motorizado por la victoria en Madrid. A Boca sólo un milagro ecuatoriano le va a impedir estar entre los cuatro mejores. Llegará a esa instancia apenas nueve meses después de haber sufrido tal vez la peor derrota de su historia, pero de pie, con sed de revancha. En ese sentido, Boca también llega motorizado por lo que pasó en España. Y si este año gana, llegará a la final de Santiago en alza, con muchos fantasmas menos y con ganas de borrar rápido el pasado reciente. Y si eso sucede, River enfrentará el año que viene con la meta de hacer lo mismo, de ser mejor de lo que es para conseguir ese objetivo, tal como lo hizo Boca en estos nueve meses.

Así, tanto la derrota como la victoria parece hacerlos mejor, más grandes, más fuertes y, a la vez, más exigentes. Eso se siente adentro y afuera de la cancha. Eso empuja a que el debate futbolero se centre cada vez más en dos equipos, en esta rivalidad, en un Real Madrid-Barcelona local. Incluso más: sólo en esta rivalidad a nivel continental. Si no gana esta Superliga, River igualará su segunda peor racha sin campeonatos locales en el profesionalismo. ¿A alguien parece importarle? En el medio, Boca se quedó con tres torneos «largos» en cuatro años, pero los entrenadores campeones se fueron por la puerta de atrás. En esta era, el riverboquismo creciente no deja ni dar una vuelta olímpica en paz.