El mejor partido de Wilmar Barrios con la camiseta de Boca es el que no jugó. Ese día, frente a River, La Bombonera esbozó un descontento colectivo -tímido y por lo bajo, para no despertar malestares en el entrenador todavía pensado como Guillermo, pero contundente desde los acordes sueltos en agudos murmullos de bocas tapadas con una mano– que amainó a 21 minutos del final. La tarde del 14 de mayo el futbolista colombiano ingresó para torcer un destino que ya había acordado una derrota para el clásico. Corrió, esta vez sin la angustia de esquivar los disparos de los olvidados en esa Cartagena que no sale en la foto, la del barrio La Candelaria, donde nació el 16 de octubre de 1993.

«Iba agachado y sentía las balas que pasaban por arriba», suele contar quien de chico vendía hielo en bolsitas para pagarse el transporte que lo llevara al entrenamiento y ahora recupera, pisa, y reparte balones en el Templo de Román. Cabeza levantada, Barrios compuso su propia letra sobre esa pista musical que tiene a Mauricio Serna en el encanto de la memoria.

Hay quienes ensayan una teoría sobre jugadores hechos para determinados equipos. Etiquetan, quizá por esa necesidad de construir moldes que a futuro simplifiquen el tiempo de construcción de los ídolos, tan necesarios para el revipóster de la habitación. Barrios, un futbolista a la medida de Boca, es uno de los tópicos que se instala en certezas de café como si se tratara del resultado de un estudio antropológico luego amplificado en la pantalla virtual del nuevo mundo. En ese frágil argumento, nadie revisa y se cuestiona si en verdad hay un estilo para ser el volante central de un equipo de fútbol que –en líneas generales y de un tiempo a esta parte– no atiende filosofías de juego que sean inquebrantables con su historia. Si, en efecto, el cinco es el registro genuino que define la idea, en Boca se cantó por los huevos de Blas Giunta en los ’90 pero también –aunque sin melodías tan amorosas– se engordó el ego por el pase de Fernando Gago en puntas de pie durante el primer ciclo de Alfio Basile. Uno de los dos no cabría en esa lógica. De esa parte del huevo, Barrios es la yema y la clara. Y eso, claro, rompe y amenaza con lo establecido.

Barrios lleva puesta la camiseta de los que están hechos para jugar bien al fútbol. En todo caso, la química que se dio no bien asomó contra Temperley –entró a jugar sus primeros minutos con un 4 a 0, el 29 de octubre del año pasado– fue el prólogo de una historia sospechada de amor que desestimó todo desencuentro con los hinchas –la etapa de adaptación a estos pagos como elemento justificable desde la mirada de un entrenador– el día después del embarazo en sus minutos de Superclásico y del nacimiento definitivo con el repertorio puesto en escena durante el juego frente a Newell’s. Corrió, jugó, tocó, bailó. Porque el colombiano de 23 años aceptó la invitación a ser en dos pelotas consecutivas que ganó yendo al piso, pero sobre todo en su calidad técnica para darle el balón siempre a los compañeros. Desde entonces, a Wilmar lo persigue un zumbido encantador que se reconoce desde el aplauso. El gesto más notable y sencillo para advertir y calificar, entre tantos, al que juega con esa música de fondo.

Días previos al partido contra River en La Boca, Barrios se calzó los guantes de arquero y se animó a atajar algunos tiros libres en la práctica. Su vuelo no incomodó ni amenazó a Agustín Rossi, pero por algún lado se iba a meter en este equipo que dirige Barros Schelotto. Esa tarde, la ausencia visibilizó un reclamo liberador de ovaciones que ahora palpita cada vez que toca la pelota en cualquier esquina.