La corrupción no puede justificarse desde posiciones igualitarias

Por: Sebastián Pilo

Columna de opinión de Sebastián Pilo, co director de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ)

Cabe adelantarlo, redactamos estas líneas preocupados por aquellas que escribió aquí Hernán Brienza, bajo la seductora propuesta de hablar en serio de la corrupción. Pero empecemos por los reconocimientos:
1. Coincidimos con Brienza en que los grandes medios suelen tener con los gobiernos débiles o salientes, actitudes confrontativas que no se animan a tener en sus momentos de mayor poder.
2. Tiene razón también sobre el rol semejante que suele asumir gran parte del Poder Judicial, cuya conducta –más allá de acciones espectaculares de ocasión– explica en buena medida el problema de la impunidad de los delitos del poder –político y económico– en la Argentina.
3. Acierta también al pedir un trato ecuánime –mediático, judicial y social– respecto de las investigaciones de corrupción que involucran a funcionarios del gobierno anterior, y aquellas que complican a los de la fuerza hoy gobernante.
4. Firmamos al pie cuando sostiene que la corrupción también puede ser empresarial (de hecho en la mayoría de los actos de corrupción son empresas las que hacen grandes negocios a costa del Estado, y a cambio comparten una parte de ello con funcionarios de turno).
5. Y es cierto también que la corrupción es un problema estructural y no –sólo– de individuos; que no afectó sólo a un gobierno, sino –en mayor o menor medida– a casi todos.
6. Finalmente, coincidimos en que es un error atribuir a la corrupción todos los males del país. Es cierto que hay políticas públicas que pueden ser más dañinas para los derechos de quienes habitan un territorio (aunque estructuralmente la corrupción favorece que estas políticas puedan desarrollarse).
Argentina –como tantos otros países– tiene un problema serio en materia de financiamiento de la política. Y el problema es muy grave, porque el modo en que se financia la política en nuestro país es sumamente distorsivo respecto del sistema democrático. Pero la corrupción no es –en ningún modo– una forma de revertir ese problema –ni siquiera parcialmente–.
La corrupción choca contra todos los valores estructurantes del ideario de las izquierdas, progresismos y todas las variantes de las culturas igualitarias, emancipatorias o democratizadoras. La corrupción supone la apropiación privada de bienes comunes –públicos–. Supone que unos pocos se queden injustificadamente con parte de aquello que producen los trabajadores de un territorio. La corrupción no sirve para sacar a nadie de la pobreza, sino que construye nuevos millonarios, y –en la mayoría de los casos– no precisamente a costa de otros millonarios. Aun en la hipótesis improbable de que la totalidad de la corrupción se orientase al financiamiento de los partidos (y no a enriquecimientos personales), esta desvía fondos estatales de sus finalidades públicas y produce serias distorsiones en las políticas del gobierno –que tienden a orientarse a las actividades donde hay más oportunidades de reproducir estos actos–. En muchos casos, además, suele ir de la mano de prácticas clientelares que chocan de frente con el ideal emancipatorio de los sectores vulnerabilizados. Es decir que la corrupción genera una nueva categoría de desigualdades, entre aquellos que detentan una posición de poder e incurren en estas prácticas, y aquellos que no. La corrupción es funcional, y no disfuncional, al poder económico.
Finalmente, la corrupción no democratiza nada respecto de las condiciones de la disputa electoral. En el “mejor” de los casos, podrá permitir construir desde la burocracia estatal una fuerza que compita con aquella sostenida por ciertos sectores empresarios. Pero ese modelo de nuevo bipartidismo (entre partidos sostenidos por el empresariado tradicional, y partidos sostenidos desde la burocracia estatal y por los nuevos empresarios que esa burocracia construyó) dista muchísimo del que una democracia de calidad requiere. Las principales afectadas por la corrupción que sirve para financiar la política –incluyendo a los desvíos en el uso de la publicidad oficial– no son otras que las fuerzas pequeñas.
Hay que democratizar el financiamiento de la política, es cierto, pero la forma de hacerlo es transparentarlo, incrementar los controles a las contribuciones de privados, y mejorar el sistema de aportes estatales, entre otras medidas. Lo volvemos a decir: la corrupción no puede defenderse, ni justificarse, ni explicarse –en forma distinta a la denuncia– desde ninguna posición igualitaria, ni emancipatoria, ni asociarse a la democratización de nada. Cada vez que alguien se corrompe, se aleja de esos valores. Cada vez que alguien explica en forma condescendiente a quien se corrompió, también´. Dejémosles las explicaciones de los actos corruptos a la criminología. «

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