El coronavirus ha expuesto con claridad las condiciones en que funciona el mercado laboral argentino. La mitad de la clase obrera trabaja bajo relaciones en las que la informalidad, la precariedad y los bajos salarios son la ley, y las leyes laborales papel mojado. Y esa precariedad se extiende a la red de políticas sociales, que se caracterizan por una amplia cobertura pero de una calidad entre regular y muy mala.

La mayoría de esa mitad, aun trabajando, percibiendo un salario, e incluso recibiendo ayuda estatal,está estancada en el ya desactualizadísimo 35,5% de pobres que había en diciembre, según el INDEC, y experimenta sistemáticas y múltiples violaciones de derechos.

Argentina se reproduce desde hace mucho tiempo a expensas de una fuerza de trabajo barata y de vidas precarias. Y esa realidad está muy naturalizada. Se han institucionalizado salarios que no cubren la canasta básica y políticas diseñadas para «mitigar» la pobreza pero sin ninguna perspectiva de superación de esa condición.

El Ingreso Familiar de Emergencia, la política para ayudar a los sectores que se quedaron sin ingresos, vino a confirmar ambas dinámicas: la del mercado laboral (se inscribieron 12 millones de personas) y la de las respuestas estatales.

Un beneficio «por única vez» de 10.000 pesos para un hogar sin ingresos, cuando una familia tipo requiere más de $ 42.000 mensuales para no ser pobre, habla por sí solo de su insuficiencia. Y aunque sea compatible con algunos programas sociales (como la Asignación Universal por Hijo), la ayuda nunca se acerca a la canasta básica y en la mayoría de los casos no supera la de indigencia, de 17.000 pesos.

Además, el gobierno rechazó las solicitudes de alrededor de 4 millones de familias. Una de cada tres. ¿Por qué? Porque considera que si en el hogar vive una jubilada que percibe el haber mínimo, o si los ingresos familiares de los últimos seis meses habían superado los $ 34.000 mensuales, o si tienen una vivienda de 25.000 dólares, no se configura una «situación de real necesidad». Son valores muy modestos o de pobreza. Sin embargo, el gobierno supone que no hay necesidad real, en un cuadro de paralización de la economía.

Tampoco permitió que soliciten el beneficio (o en todo caso, el complemento), les perceptores de planes sociales o de seguro de desempleo, cuando la ayuda que reciben es mucho menor a 10.000 pesos y forman parte de las capas más pobres; ni la gran mayoría de los inmigrantes (el 80% según el CELS), que también están entre los más vulnerables.

Después vino el sinnúmero de dificultades para el pago del beneficio, que lo transforman, de hecho, en la mitad o menos. La cuarentena fue decretada el 19 de marzo, y recién el 21 de abril comenzaron los primeros pagos. En su última conferencia de prensa, del 8 de mayo, Alberto Fernández presentó como un logro que ya se habían pagado 3,5 de los 8 millones de IFE. Después de casi dos meses de parate, más de la mitad de las familias todavía no había cobrado.Y muchas lo van a percibir recién en junio o incluso en julio.

Se dice que habrá un segundo pago de 10.000 pesos. Si bien aliviaría la apremiante situación de muchas familias, no cambiará demasiado el panorama. La pobreza se seguirá profundizando.

El presidente ha dicho que en todo caso prefiere que la pobreza crezca 10 puntos y no que haya 100.000 muertos por el coronavirus, porque de la pobreza se vuelve y de la muerte no. Pero la pregunta es si el único camino para evitar muertes es sacrificar a los de abajo. Ya había más de 35% de pobreza, no 10 o 15%. Y tal vez se pueda volver de esos 10 puntos más, pero ¿en cuántos años? ¿Con cuánto más retroceso para una clase trabajadora ya bastante golpeada? ¿Con qué consecuencias para el entramado social?

El IFE, que involucra a casi la mitad de la población, cuesta 80.000 millones de pesos, algo así como el 0,2% del PBI. Es poco y nada si se compara con otros gastos. Solo para dar un ejemplo (que muestra que el problema es más de prioridades que fiscal), representa menos del 7% de lo que gastará este año el Estado solo en vencimientos de la deuda en pesos (sin contar la deuda en dólares, en proceso de negociación). Solamente con ese dinero se podría garantizar un ingreso mensual de $30.000 -el triple que el monto actual, pagado mensualmente, durante cuatro meses, a 10 millones de hogares.

La ayuda tiene que ser mejorada urgentemente. Debe ser un monto suficiente para cubrir las necesidades básicas, pagarse con rapidez,y garantizarse a todas las familias que lo necesiten, sin restricciones.