Álex de la Iglesia es licenciado en Filosofía, amante del cómic, fanático del rock, de Borges, de Bioy Casares, del terror clase B, de la buena comida y mucho más. Con el cine le fue bastante bien. El creador de El día de la Bestia (1995), Muertos de risa (1999), La comunidad (2000), Balada triste de trompeta (2010) y El bar (2017), entre muchas otras, es uno de los directores más prolíficos y reconocidos del cine iberoamericano. No es un mérito menor en una industria tan compleja y cambiante. Pero el máximo logro del director, guionista y productor vasco trasciende sus éxitos de taquilla y longevidad en el medio: se sostiene en su capacidad para construir mundos propios e inconfundibles, siempre alimentados por lo feo, lo malo, lo oscuro y lo absurdo de los seres humanos, intervenido por un humor corrosivo y a veces brutal.

De la Iglesia ya superó la barrera de las 15 películas propias, produjo varias ajenas, participó en doblajes, trabajó para la televisión y escribió dos novelas. Su figura es ampliamente reconocida en el mundo del cine, pero nada es fácil. «La gente piensa que ser director es dirigir una película. Imaginan que uno es un tipo que piensa sólo en planos y ahí está todo el trabajo. Pero eso es apenas el diez por ciento de todo lo que tiene que hacer un director. Debes encontrar la historia, escribir el guión, hallar los actores, elegir el momento adecuado para cada proyecto y, sobre todo, conseguir la financiación. Porque sin dinero ninguna película puede llegar a la gente. Rodar suele demandar meses, pero todo lo que lo permite, un año y medio o más. Para hacer una película hay que convencer a muchísima gente de que tus ideas valen una película», señala el director vasco.

Con los personajes de las películas de De la Iglesia se podría armar una galería psicótica y entrañable. Incluiría curas seguidores del diablo, metaleros muy apegados a sus madres, cómicos encendidos en envidias siderales, obsesivos crónicos de La Guerra de las Galaxias, vecinos despiadados, payasos perversos y habitués de bar dispuestos a matar, entre muchos otros. Ya sea mediante la caricatura, el absurdo o los retratos más sutiles pero siempre intimidantes, De la Iglesia construye relatos de encierros, desolación y locura. Esa que parece brotar, según él mismo define, de su carácter de «casi misántropo». Aunque sea un «casi misántropo» que necesita hacer reír.

–Sos muy prolífico y no te gusta tomarte vacaciones. ¿En qué estás trabajando?

–No puedo permitirme estar con un solo proyecto. Ojalá. No he llegado a ese nivel. Hay otros directores que sí trabajan con una sola idea y logran llevarla a cabo. En mi caso siempre tengo en la cabeza tres o cuatro y voy viendo su viabilidad. La que obtiene la financiación es la que se transforma finalmente en película. Por eso hay que trabajar mucho y contar casi nada (risas).

–Algunos creen que el éxito da más tranquilidad, pero suele ser lo contrario.

–Totalmente. El cine es una industria muy compleja. Siempre recuerdo algo que contó (Francis Ford) Coppola. Los días previos al estreno de su versión de Drácula, una de las películas más esperadas de la historia, decidió irse a una isla desierta para no enterarse de nada. Fue casi un retiro espiritual. Tenía terror de que la película no funcionara a la altura de lo que esperaban. ¡Y era Coppola con Drácula! En el cine vales lo que vale tu última película. Ese tópico es totalmente real.

–¿Es una industria cruel?

–Sí. Pero de alguna manera es como debe ser. Estamos hablando de presupuestos cada vez más pequeños, pero muy difíciles de conseguir y del público que se necesita para recuperar lo invertido. Por eso hay mucha presión para que las películas funcionen.

–¿El éxito de las series en streaming y la necesidad de que las películas recauden rápido para que no las bajen de la cartelera achican el margen de maniobra del cine contemporáneo?

–Sí. La situación actual del cine está mucho más comprometida a nivel de contenidos porque tiene que gustar a mucha más gente y en menos tiempo. Por eso las películas tienden a ser más abiertas: buscan desesperadamente espectadores. Pero es peligroso. Pretenden gustar a todo el mundo y así no gustas a nadie. A mí no me interesa. Las películas terminan siendo como un pan Bimbo: no pueden tener mucha sal, no pueden tener mucho sabor… ¡Tienen que pasar casi desapercibidas! Yo no quiero hacer pan. A mí me gustan mucho las cosas picantes y más el cordero que el pollo.

–¿El streaming complica al cine?

–Para mí, no. Lo veo en España. En este momento la industria local creció mucho porque las grandes plataformas como Netflix, Amazon, Filmin, Apple y Movistar están apostando por contenidos y eso mejora la industria sí o sí. A mí lo que me interesa es contar historias, por dónde llegan no me preocupa tanto. Me encantaría que fuera en un cine porque yo he nacido viendo películas en el cine, pero está perfecto si las ven en un televisor, un ordenador o hasta en un móvil. Lo importante es que lleguen. Mi objetivo es contar historias que lleguen al público. No importa donde esté.

–¿Y si te piden que una película se haga serie porque tendría más demanda? 

–Se verá. Pero no olvidemos que el formato de película también nació de una exigencia de mercado. Una hora y media o dos es lo que las productoras entendieron que podía aguantar un espectador sentado en un lugar oscuro sin que le doliera el culo (risas). Ahora cambió todo. Podés ver contenidos en tu casa, en el horario que quieras, pararlo y reproducirlo a tu voluntad. Eso cambió el lenguaje, el formato y hasta la manera de rodar. En cuanto a las series, hay de todo tipo. Hay series que son largometrajes de ocho horas. Otras que no, que son más una novela por entregas, que se va transformando conforme avanza. Algunas resultan autoconclusivas y otras tienen continuidad. Pero todas suman: no creo que resten. Me parece muy positivo el fenómeno de las series.

Manhattan es uno de los clásicos del cine, pero en una entrevista Woody Allen confesó que había quedado muy desilusionado con cómo quedó la película. ¿Te pasó algo similar con alguna de tus películas?

–La gente no sabe que los directores tenemos muchos enemigos. Gente que quiere condicionar tu obra, debilitar tu imagen o deshacer tu relación con el público. Somos como un trozo de plastilina en manos de mucha gente. Por eso casi todos los directores no reconocen errores o hacen autocríticas. Nos obligan a construir personajes de piedra que supuestamente hacen todo bien. Celebro la valentía de Woody Allen. A mí me pasa todo el tiempo. Hago películas para corregir la anterior. Ahora sé más, ahora entiendo más, ¡dejadme plantearlo de otra manera! Acción mutante, mi primera película, me parece un desastre. Me encantaría remontarla. Se lo pedí a los productores y no logré convencerlos. Me pasa con todas, en mayor o menor medida. Las películas se terminan porque hay que estrenarlas. Y otra cosa: las películas también se resignifican con el tiempo. Para mejor o para peor, según el caso, pero su valoración cambia también por elementos ajenos a las películas.

–Tu cine suele tener personajes muy crueles.

–Me considero casi misántropo. No confío en la humanidad ni en mí mismo. No creo que estemos dominados por el amor ni por los buenos sentimientos. Nos manejamos exclusivamente por el instinto de supervivencia. Se generó la cultura para poder soportar las inclemencias del tiempo y se nutre de lo feo. Los celos, lo irregular, los pensamientos: eso genera cultura. Abel era un encanto y no movilizaba a nadie. El interesante es Caín: con gente como él se genera inteligencia y obra.

–¿Parar tratar esos temas es imprescindible el humor?

–El humor es la única forma de enfrentarse a lo espantoso de la vida. El humor es libertad. No tengo la obligación de ser inteligente, puedo ser lo que se me dé la gana mientras que el público se ría. El humor es generoso porque es para los demás. El humor tiene reglas aunque poco se escribió sobre el tema. Exige cierta distancia para que funcione. Reírse con un torturador cerca es poco viable. También funciona desde lo absurdo: «¿Que fue lo último que te dijo tu padre?». «Recolecta cortezas de naranja». Insensato y directo. La vida no tiene sentido por sí misma. Nosotros se lo damos. Por eso siempre digo que la vida es recolectar cortezas de naranja (risas). «

Capusotto, un regalo de Dios

«Yo creo que los únicos que se salvarán en el Juicio Final serán los humoristas. Por eso para mí Capusotto es un santo. Dios nos envió a Capusotto, se trata de un verdadero regalo de Dios. Cualquier mortal de pronto se sienta frente a la televisión, lo ve y hasta puede creer que la vida aún tiene esperanza. Que las cosas puede que no sean tan feas. De repente todo lo feo se transforma en algo tan improbable como la alegría. Capusotto hace de cualquier tipo de anormal y pulveriza algo tan confuso y malentendido como el miedo al ridículo. ¡Se nos entrega como Cristo y alegra nuestras vidas! Dicho sea de paso, Cristo era un gran humorista. Pero mejor lo explico otro día. No quiero más juicios», puntualiza De la Iglesia con cara cómplice.

¿Vas a trabajar con Capusotto?
–Ojalá. Lo invité a participar a mi serie Plutón B.R.B. Nero (2008). Pero no pudo ser. Tenía que venir a vivir a España por varios meses. Su respuesta fue genial: «Tengo mi programa acá y me gusta mucho mas que el tuyo» (risas). No dijo exactamente eso, pero tenía ese espíritu. Fue una respuesta al estilo de Diógenes cuando Alejandro Magno se le acerca, se presenta y le dice: «Pídeme lo que quieras». Diógenes fue conciso: «Quítate de donde estás que me tapas el sol». ¡Capusotto me respondió como Diógenes! (risas). Pero nos hemos encontrado y mi sueño de que trabajemos juntos sigue vivo.

Una obsesión llamada El Eternauta

De la Iglesia se reconoce como un admirador de El Eternauta, la mítica historieta realizada por el guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López. El relato lo cautivó desde hace décadas: «Es una creación que me influyó mucho. Es una historia dramática, un cuento de sobrevivientes. Se trata de gente encerrada que debe escapar de una nieve que es mortal. Me encantaría contar todo eso desde mi mirada».

–Alguna vez dijiste que querías hacer una versión de El Eternauta con Ricardo Darín.

–Y sigo con la idea. No digas nada, pero en estas horas me voy a reunir con él y la gente de su productora. Hay que negociar los derechos porque los tiene otra empresa. No será un proyecto sencillo. Pero ojalá lo podamos concretar.