El estudiante (2011, de Santiago Mitre)

Abre la década un film que sacude la corrección política que se había instalado en el cine argentino. Convencional desde la estructura y su forma narrativa, consigue colarse por los intersticios que precisamente deja esa corrección política (siempre un mecanismo de doble faz aunque muestre sólo una) para desbaratarla y mostrar que lo que se usa, se ensucia: desde una facultad altamente politizada, como la de Ciencias Sociales de Marcelo T. de Alvear como pocos la conocen, hasta el propio discurso cuando debe ser corroborado en la acción de una coyuntura determinada. Su historia es la de un joven que llega a Buenos Aires proveniente de alguna provincia para iniciar por tercera vez sus estudios universitarios. Se trata, como en las películas de Pablo Trapero en sus inicios (aparece con agradecimiento especial), de una película de iniciación e instalación en un oficio, profesión o trabajo.

De libre disponibilidad en Vimeo

Zama (2017, de Lucrecia Martel)

En el siglo XVIII,  el corregidor (un asesor letrado a cargo de funciones administrativas) espera ansioso que el Gobernador le envíe una carta al Rey para conseguir el traslado de Asunción a Buenos Aires. Impaciente cual ciudadano del siglo XXI, para matar el tiempo acepta la misión de atrapar a un peligroso bandido en un territorio inexplorado. A las altas velocidades a las que se había precipitado el mundo, Martel le pone un freno abrupto para que el espectador entienda todo lo que ha perdido, y peor, lo que está perdiendo. Con la sensualidad rebosante que ella sabe conseguir rodando en un clima cálido, Martel parece plantarse en un universo paralelo para hablar del que habitamos todos. Que esta lista (arbitraria como cualquiera) salte del 2011 a esta fecha responde en parte a que Martel parece ser la única que se tomó el tiempo para ver un poco a su alrededor: tardó 9 años en poder concretar la película. El resto sólo aceleró.

Disponible en HBO GO

La Flor (2016-2018, de Mariano Llinás)

Parece que los tiempos piden patear el tablero, y a Mariano Llinás eso lo puede. Más de 13 horas de película (sí, 13 horas, y no en bruto, sino en película hecha y derecha) para descubrir una nueva forma de relación entre el cine y el espectador. Esta especie de película para ser leída, en vez de ser escuchada o vista, es sin duda de un atrevimiento que escapa a lo esperado (incluso de un cineasta como él). Una nueva modalidad, completamente de su autoría, que antes que a una supuesta estética responde a la necesidad de que, al menos sus películas, no sean pasadas y visualizadas a alta velocidad; si Martel le había puesto el freno de mano a la velocidad de la cosas, Llinás lo pone en una velocidad crucero en la que no se puede hacer otra cosa que disfrutar el paisaje, cual canción de Los Piojos: no hay destino, no hay descanso, sólo ver y seguir (y a partir de eso, leer, el acto de interpretación por antonomasia). A su manera, Llinás vuelve a hacer del cine el invento burgués por excelencia.

De libre disponibilidad en la plataforma Kabinett.

Las hijas del fuego (2018, de Albertina Carri)

Si de lo que se trata es de patear el tablero para que el cine salga de su adocenamiento, no puede faltar Albertina Carri. La gran disruptora enfrenta al adormilado espectador (de todos y cada uno de los géneros) a su propia ignorancia y fealdad. Y también se encarga de decirle que van juntos: quien no se atreve a conocer -de la manera que mejor le siente- no está en condiciones de descubrir lo bello. Gordas, flacas, lindas, feas, blancas, negras todas las mujeres todas (que es literal, porque a partir de ellas, las que no se ven es posible imaginarlas) se van incorporando a un viaje que las hermana. Mujeres llenas de sexo (porque sin sexo no somos lo que queremos ser ni lo que percibimos que somos) Carri capta en detalle los fluidos y contoneos de esos cuerpos entrados en goce. Un goce que es más que lesbiano, por más que sólo haya mujeres. Es un goce político.

Disponible en Vimeo y Mubi, ambos de pago.

La casa de Argüello (2018, de Valentina Llorens),

Convencional en sus formas como El estudiante, este documental inicia un viaje hacia una casa (lo que quedó de ella) para detenerse en una de las pocas sobrevivientes que la habitaron: su abuela. En ella está buena parte de la historia de esa casa, que por supuesto que no fueron sólo sus paredes y recovecos: en las palabras de la abuela aparecen quiénes fueron todos los familiares que pasaron por ahí, qué hacían y cómo la pasaban hasta que la Triple A la voló en 1975. Valentina nació en una cárcel en Mendoza y fue criada por esa abuela a la que ahora le pregunta por La Casa de Argüello. Un personal viaje hacia esa casa que tampoco ella conoció -sólo a través de escombros y relatos familiares-, que va mutando a medida que transcurre. El documental que avanzaba tradicional, se convierte en un descubrimiento compartido, antes que de una historia, de la atmósfera y la luz de un tiempo que atravesó y formateó cuerpos y almas sin que lo percibieran. Un caer en la cuenta de lo que una parte de su población hizo de este país, y que pese a los esfuerzos de los que nacieron después y vieron y sufrieron las consecuencias de la catástrofe, aún no consiguen despedir con verdadera libertad ese pasado.