“¿Cómo construir sobrevivencia en un tiempo de ‘a todo o nada’?”, se pregunta el periodista Martín Rodríguez en referencia a las maneras en las que Luis Alberto Spinetta y todo el rock se enfrentaron a los dilemas de la época marcada a sangre y armas desde la Triple A hasta la Dictadura Cívico-Militar. Y se responde: “Spinetta, tal vez al revés que el Charly García de los ’70, no funcionó como ‘antena’ lúcida en la captación de los signos de época, sino como sismógrafo. Atento a los temblores, sus canciones eran muchas veces ritos de fuga contra esa realidad concreta: a más represión, más despojamiento; a más violencia, más lírica”. La reflexión forma parte del prólogo del reciente libro de Martín E. Graziano que aborda un álbum imprescindible en la historia de eso llamado rock nacional, tomando para el título la frase de una de sus canciones emblemáticas: “Tigres en la lluvia: la aventura de Invisible en El jardín de los presentes”.

Una virtud del trabajo es que coloca al álbum en su contexto. No sólo el del país en el que se gestó, sino el propio personal del músico; por eso para entender Invisible era indispensable arrancar con lo autogestivo y liberador del disco Artaud. Impulsado por los frutos de ese trabajo, el sueño de Spinetta era armar una banda capaz de catalizar ese flujo. “Una experiencia colectiva capaz de trascender su nombre y reemplazar el fervor maldito de Pescado por una energía controlada”, destaca Graziano. Ahí surge otro rasgo vital del libro: para entender “El jardín de los presentes” era imposible no explayarse sobre los primeros dos álbumes de lo que originalmente fue un trío (lo completaban Pomo y Machi, provenientes de Pappo’s Blues) y que en el tercer y último disco cuenta con la incorporación de un jovencísimo y talentoso Tomás Gubitsch, surgido en el tango experimental.

Según el autor, el disco vino a constituir un collar de tres perlas junto al primero de Almendra y a Bajo Belgrano, condescendiendo a la mera canción, “a la melodía cantábile y la viñeta para pintar la aldea: la plaza y las palomas, la radio AM, el club del barrio, las estampitas, los exilios, el vino sacramental y los visos del amor maduro, los animales domésticos, la tristeza, la cárcel y cada día ganado y perdido en la Buenos Aires ominosa de 1976”.

Antes del tiempo

Invisible tuvo en su origen a un trío totalmente ensamblado, ensayando en una quinta de General Rodríguez, alejados de todo. Habían decidido no dar entrevistas y firmar cada canción como grupo. Se iban a financiar por fuera del circuito habitual de managers y productores. 

Los shows del grupo son un libro en sí mismo. Del debut en un Astral con entradas agotadas, oscuridad total y el Fa maj7/#11 que dio inicio a la carrera de la banda con un concierto de una hora sin concesiones, bises ni invitados, hasta las teatralizaciones y ambientación medieval de los shows en el Coliseo, y la araña gigante con alambres y espuma de goma del Teatro Regio, que debía bajar sobre Pomo en el solo de batería de “La azafata del tren fantasma”. Hay un par de perlitas más. La presentación en Rock en Teleonce, en la que Spinetta se encarga del prólogo: “Este pequeño concierto se lo dedicamos a todos los marginados y alienados del mundo. Porque cada día más se comprueba que, en el futuro, van a ser ellos los que van a regir la razón humana”. Y el recital en el Luna Park donde al bandoneonista invitado, Juan José Mosalini, el dan un monedazo que enfurece al Flaco. Le dice: “Mandate y tocá media hora solo si querés… Hacé lo que quieras, reventalos a todos”. Al público, aún hostil a la fusión tango-rock, les retruca: “Hay que abrir las cucas, muchachos”.

Pasado el primer disco en 1974, el paisaje nacional prometía una tormenta. Invisible firma con la multinacional CBS y se incorpora a la agencia management de Jorge Martero. Con colegas exiliados por la Triple A, la banda decide cortarse el pelo, vestirse de un modo más convencional, y lanzan Durazno Sangrando. “La columna vertebral del disco, una suite asimétrica y universal de casi media hora (Encadenado al ánima/En una lejana playa del animus), había llevado la exploración formal tan lejos como era posible –reflexiona Graziano–. El paso siguiente naturalmente era volver a la canción y al barrio”. El líder del grupo le decía a la revista Pelo: “Los argentinos no tenemos la necesidad de andar con la banderita y la escarapela para tener nuestra propia identidad”. Llegaba El Jardín de los Presentes.

¿Dónde está el lugar al que todos llaman cielo?

El grupo entra en una “crisis humana”, y Spinetta decide sumar un guitarrista que lo pueda liberar dejándolo más enfocado en el trabajo rítmico y el canto. Volver al formato canción, pero ampliar los colores y la sensibilidad. «Qué ves el cielo», la primera canción que compuso para el álbum, era el mejor reflejo de esa búsqueda. Al trío se le suma un joven Tomás Gubitsch, de formación académica y filiación tanguera. “Podía fumar porro y leer partituras”, lo describe el autor. Luis le comentaba con entusiasmo a Miguel Grinberg su visión sobre lo que estaba siendo el tercer trabajo: “Lo que estamos haciendo es mucho más emocional que todo lo que tocamos antes, cosas que lindan con el lirismo de mi época, con el cuarteto Almendra, y que inclusive lo sobrepasan en emotividad”.

El música relata que la letra de “200 años” brotó de las hazañas del nadador Antonio Abertondo: “La frase dice ‘Doscientos años ¿De qué sirvió haber cruzado a nado la mar?’. Se refiere a las impotencias y a las injusticias de la vida. Como aquella expresión popular ‘¿para esto me operé?’”. Como en «Laura Va», el Flaco volvía en «El Anillo del Capitán Beto» sobre la narrativa, apoyado sobre matices musicales que aportó cada integrante del grupo. La letra refleja la tensión que se discutía en la época sobre el progreso tecnológico y los signos del alma, pero ambientada con ribetes fatalmente porteños: la madre, los camiones de basura, River, las estampitas, el café, la foto de Gardel. Un tempo tanguero narrando un palimpsesto cultural. Hasta que la tercera persona cede a la primera, y el personaje se pregunta: “¿Por qué habré venido hasta aquí si no puedo más de soledad?”. En medio del naufragio político, social y económico del país, Invisible respondía con canciones al amor y a la libertad: “su sustrato era un océano tumultoso”.

Una palabra, dame una palabra

Arrancaron a grabar el disco exactamente dos meses después del Golpe. Se propusieron hacerlo tocando todos juntos en vivo. “200 años” y “Niño condenado” fueron registrados en un día. El solo de Luis en el segundo tema, considera Machi, “es uno, sino el mejor de los mejores solos del rock argentino”. La letra fue inspirada en algo bien hogareño: el niño condenado a ser un perro blanco está basado en la perrita de Spinetta, Amapola, “que era casi un ser humano”.

«Las Golondrinas de Plaza de Mayo» será la última registrada, con la sexta cuerda afinada en Re. Un canto a la libertad un tanto inconsciente, con la premonición de las mujeres de pañuelos blancos que pronto aparecerán en el horizonte de la plaza. Otro de sus clásicos: «Los Libros de la Buena Memoria». “Una especie de blues urbano”, la definió su autor. «Una balada de cadencia jazzística en tonalidad menor donde lo único preciso es la voz», acota Graziano. El título del tema iba a ser “Licor”. Aunque el alcohol nunca fue una de las aficiones de Spinetta, que dio su definición de la letra: “Está llena de imágenes somnolientas, de quien espera para el amor ‘como un ciego frente al mar’, porque la ceguera también es la de quien aguarda”.