El fin de semana pasado se desplegó la Argentina Comic Con; un evento que, ambicionado por las grandes empresas del entretenimiento, ha cumplido su doceava edición, distinguiéndose como la presentación local de lo que hoy se denomina “cultura pop”.

En un espacio con estas características se proyectan posibles mercados y público que puede ser cautivado con diversos productos de ficción, tanto nacional como extranjero. De este modo, rigen universos complejos que abarcan desde las películas más taquilleras hasta las plataformas de presentación de compañías de videojuegos, televisión, cines e inclusive editoriales internacionales. En el medio de esta ola, surfean los cosplayers. Pero, ¿por qué aparecen en este tipo de eventos?

Más visibilizados en los últimos diez años, ya sea por la ampliación de las redes sociales o multimediáticas, los cosplayers han tomado centralidad como curiosidad que diversos medios e intelectuales han querido tratar de explicar. ¿Son personas que no quieren ‘madurar’ y aún juegan como niños? ¿Son fanáticos de la ficción que se toman muy a pecho lo que consumen? Nada más lejos de la verdad.

Un cosplayer es, ciertamente, un fan de lo que consume. Al menos, en su inicio. Su amor es tal, que lo manifiesta de la manera más directa hacia el exterior: él mismo es el propio lienzo de esa admiración; y, a su vez, genera un honorífico a los creadores originales de aquello que ama. Es entendible, entonces, que se ofusquen al señalarles que lo que hacen “es sólo un disfraz”. Es, como dice la palabra misma, una interpretación de un personaje a través de un traje (cos – de costume, disfraz / y play – de interpretar un papel teatral). El cosplay es eso: un arte integral que culmina en la personificación de cualquier tipo de ser ficcional. Y entre las habilidades requeridas, abarca desde saber maquillarse y armar un peinado sobre una peluca, usar accesorios sofisticados como lentes de contacto; o crear elementos complejos que requieren una serie de saberes que se aprenden sobre la marcha, hasta sesudas puestas en escena actorales. Y este trabajo arduo no distingue edad, motivación, géneros o talentos. Algunos más y otros menos, han sabido llegar para quedarse… al punto en que se ha vuelto generacional.

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(Foto: Télam)

¿Acaso es tan grande el premio para generar tanta energía creativa? Si bien es cierto que la actividad en su excelencia a veces es paga por empresas de interés, la gran mayoría es sólo la gratificación de terminar una obra de arte: ver su producto en fotos o en una filmación tras la labor de escenografía, música y voces – que también realizan ellos mismos. Pero quizás la magia de este hobbie tan peculiar tiene un fondo más sencillo, importante y humano: saber que pueden emocionar a la gente con lo que han creado, dándole nuevas dimensiones a los personajes originales. La mismísima perpetuidad de la cultura.

La comunidad cosplayer local crece día a día, se retroalimenta y tiene sus grandes batallas ganadas. La primera y la más importante fue contra la visión sesgada de los medios masivos de comunicación. La segunda, quizás la más difícil y la más actual, son los intolerantes de todo tipo que atacan por prejuicio (entre otros problemas de autoestima). La tercera, los egos internos que siempre sobresalen para abarcar más o menos atención, cuyas disputas internas poseen caducidad. Al final del camino, prevalece la integración y la solidaridad.

El cosplay es un universo de creación pura que converge en artes diversos, talentos, oficios y humanidades que se amoldan, adaptan y nunca dejan de crecer. Una actividad sana cargada de entusiasmos y frustraciones, pero que siempre deja lecciones aprendidas. Lejos de la inmadurez, es como si una nueva forma comprensión sobre lo cultural viniera en menos de 50 años desde Japón.

En Argentina tomó su propio color, y se convirtió en pasión.