(Desde Cosquín)

Nada de lo que pasa en Cosquín pasa desapercibido. Al menos, lo que tiene que ver con los artístico y sus implicancias. Más allá de sus altos y bajos a lo largo de la historia, el Festival de Cosquín es el más importante del país y uno de los más trascendentales de Latinoamérica. El escenario Atahualpa Yupanqui, como su nombre lo indica, es un espacio con memoria. Por allí han pasado nombres como Jorge Cafrune, Mercedes Sosa, José Larralde, Eduardo Falú y, entre tantos otros, Horacio Guarany, recientemente fallecido. Entonces, todo lo que sucede aquí cobra especial relevancia, toma una magnitud a veces impensada. 

En Cosquín –en sus calles, su río, sus peñas, sus casas y campings– todo se potencia: la música, la poesía, lo humano, los sentimientos, las contradicciones, los vínculos, los egos pero también el espíritu solidario. Cosquín es desafiante, intenso, movilizante, cambiante; es una aventura y nadie sale ileso. Es decir, Cosquín te modifica, necesariamente. Es una caja de resonancia, un imán: todos quieren estar. Pero, si bien el foco central está puesto en lo que sucede en la plaza Próspero Molina, lo cierto es que el festival también es una excusa (o el disparador) para que se active en toda la ciudad una sobredosis de actividades culturales, que van desde encuentros de poetas, toques callejeros hasta muestras, ferias de artesanías, charlas, marchas (como Caminata la de la Tierra, el Agua y la Vida) y las ya clásicas peñas. Todo esto, en términos generales.

Pero la que hace unos días terminó es la 57 edición del festival. Una edición que deja mucha tela para cortar con un saldo más que positivo. Algo se está moviendo en Cosquín en los últimos años y parece ir hacia una dirección reconfortante. Recambio. Tal vez sea esa la palabra clave. Se está produciendo un recambio generacional sobre el Atahualpa Yupanqui. Intencional, buscado, necesario y que hasta cae de maduro. Un cambio que se da, al menos, por dos factores preponderantes: una generación de músicos con empuje y cosas para decir y una Comisión con ganas de escuchar y atender a nuevas propuestas. No es fácil, no hay lugar para todos, hay pasos en falsos y aciertos, sigue habiendo regiones o estilos que no están del todo representados en el escenario (como la música patagónica o la cuyana), pero hay mucha predisposición y eso es más que válido. 

«En 2015, no venía nadie a la Plaza, fue muy triste», desliza uno de los encargados de programación, miembro de la Comisión organizadora. En esta edición, salvo en alguna fecha floja, la plaza tuvo un 80 por ciento de su capacidad cada día. En las últimas dos ediciones, primó un criterio de programación que apuntó a subir el nivel artístico, acortar las grillas de programación –en 2014, por ejemplo, cada luna era maratónica–, poner por delante el concepto antes que los nombres y darle lugar a nuevos cantores, grupos e intérpretes que le esquivan al aplauso fácil. Este año, además, no hubo grandes polémicas; salvo un comentario desafortunado de Dino Saluzzi, que tal vez no estuvo en sintonía con el clima general. 

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