Todo aquel que se asomó al universo de Rodolfo Mederos difícilmente se mantuvo indiferente. En más de cinco décadas el bandoneonista y compositor desafió a buena parte de las convenciones del tango hasta atrincherarse en un clasicismo militante. En los últimos años sus declaraciones públicas alcanzaron una intensidad similar. Sin perder jamás el tono reflexivo su escepticismo sobre el futuro del género abrió el juego a polémicas inflamables. Pero Mederos siempre se las arregla para ser Mederos y dejar constancia en su obra de sus variaciones estético-ideológicas. 13, el nuevo disco de su orquesta típica, constituye una declaración conceptual que abraza –más que nunca en su carrera– la tradición cancionística y bailable del tango. Lo presentará este martes en el Centro Cultural Kirchner.

A los 76 años Mederos se planta con determinación y parece incansable. “Me siento sin tiempo. Tengo energía y ganas de hacer muchas cosas. Soy muy feliz. Ni te imaginás todas las músicas, grupos, discos y libros que quiero hacer. Es probable que no me alcance el tiempo para todo. Pero lo voy a intentar», proclama. Hasta no hace tanto las cosas fueron bastante diferentes. La salud empezó a dar alertas rojas, las complicaciones se sucedieron y los pronósticos se vieron rodeados de nubes oscuras. «Estuve muy jodido –confiesa–. Más allá que acá. Me miraba en el espejo y veía un espectro. Los médicos no tenían muchas esperanzas. No fue un problema en una uña. Del corazón para abajo, los cirujanos tocaron casi todo el Mederos que tengo adentro. Me dejaron una cremallera hermosa. Pero me recuperé. Una de las claves fue que tengo muchas ganas de vivir.»

–Sus discos siempre están meticulosamente pensados. ¿Con qué ideas trabajó para 13?

–Pensé el disco como una retrospectiva histórica. Las típicas tenían más de un cantor y acá hay dos: Ariel Ardit y el “Negro” Falótico. La mitad de los temas son tangos cantados muy reconocibles y la otra mitad, instrumentales. El disco abre con un clásico y cierra con uno todavía más clásico: «La Cachila» (Eduardo Arolas) y «La Cumparsita» (Gerardo Mattos Rodríguez), respectivamente. Tocar «La Cumparsita» es retomar una tradición de muchísimas orquestas, que hacían ese tema a modo de despedida e incluían solos de cada integrante de la fila de bandoneones. Una especie de rareza porque los instrumentos solistas de las típicas suelen ser el piano, el primer bandoneón y el primer violín. Nosotros respetamos eso y tanto en el disco como en vivo incluimos solos de todos los fueyes. Después están mis composiciones, que son todas instrumentales. 

–¿Con qué criterio eligió el repertorio cantado?

–Primero fue la decisión de incluir una importante cantidad de tangos cantados. Pero después básicamente se trató de propuestas de los cantores. Si me hubieran traído algún tango que no me gustara lo hubiéramos charlado. Pero tanto el “Negro” como Ariel son artistas con muy buen gusto. Además, es difícil encontrar un tango feo del ’50 para atrás. En aquellos años, todo estaba muy bien.

–¿Todo?

–Todo. (Juan) D’Arienzo y (Alfredo) De Angelis trabajaban con estéticas con las que nunca acordé. Pero eran genuinos. Después del ’55, con La Libertadora, empezó un proceso de bastardización en el que se fabricaron muchos productos.

–¿El Mederos de la década del ’70 hubiera imaginado que alguna vez iba a grabar “La cumparsita”?

–No. Durante muchos años otros músicos de mi generación y yo considerábamos a «La cumparsita» un tango despreciable. Era los albores de Piazzolla y su estética nueva, que hoy diría que en realidad era sólo novedosa. A diferencia de otros clásicos, «La cumparsita» tiene un andamiaje armónico casi básico. Son tres partes, la última no está del todo claro para qué, y todas se encuentran en la misma tonalidad. Es como cenar sopa de arroz, guiso de arroz y arroz con leche.

–»La cumparsita» sigue igual. ¿Qué cambió para que ahora le pareciera oportuno grabarla?

–Yo. Además de por las canas y las arrugas, soy un Rodolfo Mederos distinto. Despojado de ciertos prejuicios casi adolescentes. Un día se me ocurrió buscar un arreglo de «La cumparsita» que había hecho con fines pedagógicos para la Escuela de Música Popular de Avellaneda. La toqué y se me caían las lágrimas. Esa composición original me llegaba como nunca. Despertaba toda mi sensibilidad. Por eso decidí grabarla.

Nihilista y bailable

Mederos es biólogo, cineasta, carpintero y fanático del ferromodelismo. Entre tantas actividades también se dio unos cuantos gustos con el tango. Comandó experimentos ciudadano-progresivos con Generación Cero, hizo dialogar a Arolas y la música clásica contemporánea en el disco Las veredas de saturno (1997), y armó una orquesta típica para expresar su mirada de una tradición a la que considera en peligro de extinción. En el camino impulsó otras búsquedas –hacia delante y hacia atrás– con las más diversas formaciones y compañeros de ruta. También construyó una influyente carrera como docente y en los últimos años se transformó en un consecuente polemista del género.

–Sus composiciones suenan más bailables que nunca.

–Me gusta eso. Es un tema para reflexionar. Ese tsunami llamado Piazzolla nos inyectó la idea de que el tango era música para escuchar. Que el baile no servía, que afeaba. Pretender tocar y que todos te miren impertérritos desde la oscuridad es una idea muy narcisista. El bailarín te percibe de otra manera. Siento que los bailarines me interpretan con el cuerpo. Un día Troilo estaba tocando con el cuarteto, entró Virulazo y se puso a bailar. Pichuco se dio vuelta y le dijo a los músicos: «Toquemos más bajo que quiero escuchar a Virulazo.» Por eso disfruto mucho con los bailarines que escuchan la música. Los otros son una expresión más de la decadencia cultural y del tango.

–Usted siempre es muy cáustico con el presente y futuro del género. Desde hace años se ve una creciente cantidad de músicos jóvenes y nuevas propuestas. ¿Ese no es un dato determinante y auspicioso?

–Si yo te dijera que no percibo que hay más músicos jóvenes y más orquestas sería un necio. Está a la vista. Pero si miro lo cualitativo, y sin necesidad de una lupa demasiado gruesa, no me entusiasmo para nada. Vos me podrás decir que de lo cuantitativo llegará lo cualitativo. Puede ser. Pero estamos dejando afuera otro factor. Y acá ya no hablo del barrio, de la Ciudad de Buenos Aires o de la Argentina. Me refiero al mundo entero. La humanidad vive en una cloaca de falta de sensibilidad y obsesión por la inmediatez. Puedo mandar un mail a Ucrania y llega al instante. ¿Y? Puedo disponer de toda la discografía de cientos de músicos. ¿Y? No se aprende con un clic o copiando y pegando. Lo dijo el sociólogo Zygmunt Bauman: vivimos en una sociedad líquida con relaciones líquidas. En este mundo no hay lugar para esta música. El tango es una pintura terminada. ¿Qué sentido tendría agarrar una obra de Rembrandt y agregarle algunas rayas? Eso no significa que hay que dejar de disfrutar de Rembrandt, Bach o el tango. Pero ya no son de hoy. Se necesita otra música.

–Pero usted sigue haciendo tango.

–Yo soy una especie de paleontólogo. Busco huesos, intento juntarlos y se los muestro a la gente: más o menos así era un dinosaurio, más o menos así sonaba «La Cachila». Yo no veo nada del valor de Agustín Bardi, por ejemplo. Ni siquiera lo fue Piazzolla. Yo tampoco. Hago lo que puedo en el tiempo que me queda. De la manera más digna y honesta. Me paro en el árbol de la historia y trato que aparezcan brotes. Creo que los brotes son los músicos de la orquesta y quizá también la música que escribo. Pero no se va a salvar el tango por lo que yo hago. Los músicos jóvenes deberán estudiar mucho, esforzarse todavía más y buscar su propia voz porque tienen que descubrir una música que no vivieron. Sólo le quedan los discos.

–Hay agrupaciones como El Arranque, La Chicana o la Orquesta Típica Fernández Fierro que hace rato están en ese proceso, en algunos casos desde hace 20 años. ¿No le parecen significativos esos aportes?

–Se necesita un proceso muy largo. Es por goteo. No debemos ser ansiosos. Si no se hace un recorrido profundo y de largo aliento caeremos en los riesgos de la superficialidad. Hoy hay esfuerzos valiosos. Rodolfo Roballos toca conmigo y organizó un proyecto de orquestas escuela que se llama La Academia Tango Club. Escuché varias. ¡No sabés como suenan! Lo digo más allá de que quiero mucho a Rodolfo. Esos son los hilos de esperanza en una ciénaga que seguramente con los años será peor. «

Un artista en estado puro

A Mederos nunca le preocupó el qué dirán. Ahora también queda claro que no es supersticioso. 13 es el nombre de su nuevo disco, un festejo de los 13 años de su orquesta típica y de los 13 músicos que la integran.

El álbum es uno de los primeros del género grabado y editado a través del sistema de financiamiento colectivo conocido como crowdfunding. Pero ante todo se trata de la celebración del legado del tango desde la visión del bandoneonista, compositor y arreglador.

La orquesta suena ajustada y dinámica. Se destacan las versiones de «Olvido» (Rubistein-Amadori), con la voz exacta de Ariel Ardit y «La luz de un fósforo (Demare-Manzi), cantada por el “Negro” Falótico.

Pero uno de los puntos más altos del disco es el instrumental «Francisco y Francisco» (Mederos). Allí la orquesta extiende como nunca el fraseo melódico y emotivo del bandoneonista hasta alcanzar una de sus expresiones más profundas.
Un Mederos clásico, amigo del tango canción y bailable.