A poco de su estreno, la serie El Tigre Verón se metió de lleno en el debate político. Protagonizada por Julio Chávez y producida por Polka, Cablevisión y Turner, es noticia en medio de una furiosa campaña electoral por su construcción de estereotipos negativos sobre el sindicalismo argentino. Los capítulos se estrenan los miércoles por El Trece, se repiten los sábados por TNT y está disponible para verse completa por Flow en cualquier dispositivo.

Producida por Adrián Suar para El Trece –un productor y un canal con manifiestas posturas oficialistas– podía suponerse una construcción estigmatizante de los trabajadores y sus representantes gremiales. Lo cierto es que más allá de especulaciones previas al estreno, la historia de un sindicalista corrupto se convierte, ya en el primer capítulo, en una hipérbole de lugares comunes donde no hay espacio para los matices.

«El Tigre» Verón (Julio Chávez) es un líder sindical que ejerce el poder como un capo del crimen organizado. No tiene reparos en apretar empresarios, acomodar a sus hijos en estructuras de poder, enriquecerse de manera ilícita, vincularse con las drogas, maltratar a su exmujer, mantener relación cercana con jefes policiales y hasta intentar chantajearlos. Una sucesión de signos y conflictos que involucran no solamente al rol protagónico sino a sus laderos, subrayando la generalización.

El gobierno de Mauricio Macri intenta instalar la reforma laboral a pedido del FMI, por otro lado mantiene una batalla manifiesta con algunos sectores sindicales a quienes el propio presidente tildó de mafiosos. En este contexto, la ficción construye sentido común menoscabando la imagen pública de un sector social. El estereotipo de un sindicalismo que anda en cosas raras finalmente se consagra de manera obscena bajo la reiteración de violencia y aprietes casi en cada escena.

La ficción interviene en el discurso público tanto como el periodismo, la escuela, la religión y el deporte. El entretenimiento no es inofensivo cuando propone lecturas de la sociedad en la que se inscribe. En El «Tigre» Verón el sindicalismo nunca se comprende como un actor político que lucha por mejoras en los derechos laborales sino como un factor de presión. Asimismo, en ese universo ficcional centrado en disputas internas, no aparece con fuerza el Estado, el gobierno ni los empresarios.

Por otra parte, comprender la ficción como herramienta ideológica no resulta un abordaje novedoso. Desde el teatro griego hasta el cine soviético, pasando por la dramaturgia shakespeareana, el arte de contar historias fue empleada por el poder de turno como herramienta privilegiada con llegada a las masas. La televisión argentina tiene contados casos donde se intervino de manera manifiesta en el debate político-social. El rol del sindicalismo, por ejemplo, tuvo un personaje en horario central en 2016 en La Leona. María Leone era una líder sindical textil que se ponía al frente de la lucha por la recuperación de puestos laborales de sus compañeros. Una heroína –distinta a las de los culebrones los ’80 y ’90– que se enfrentaba a la patronal mientras reconstruía la fábrica en cooperativa.

Asimismo, Suar y Chávez ya habían conformado tándem en 2015 con El Puntero. También en año electoral, estrenaban por El Trece una serie que estigmatizaba sectores populares y dirigentes políticos bajo el mote de «punteros», cargados con los signos del asistencialismo, la corrupción y la violencia.

Como sea, que las lecturas de las intenciones de los mensajes no opaquen el activo rol de las audiencias. Esta ficción se enfrenta a audiencias alfabetizadas en los contenidos mediáticos, que ven en maratón series de políticos, de abogados, de policías, y de allí comprenden sus lógicas y regularidades. Estas ficciones clásicas del siglo XXI se encargaron de resaltar antihéroes que diluyen estereotipos de buenos y malos. Desde allí, enseguida se ponen en tensión ante el patetismo narrativo de representar trabajadores argentinos como malos de toda maldad. «