Este jueves 23 de diciembre, se cumplen 70 años de la muerte de Enrique Santos Discépolo, creador de varios de los tangos más populares como «Uno», «Cambalache» y «Yira Yira», y dueño de un estilo personal para retratar la vida cotidiana, el difícil sentimiento amoroso y la sociedad de su tiempo, desde una mirada filosófica y comprometida que trasciende hasta el día de hoy.

«Discepolín» fue actor, director teatral, dramaturgo, músico, guionista de cine, compositor, cultor del teatro musical, director de orquesta y creador del personaje «Mordisquito», epígrafe de una clase social regida por las apariencias, que le trajo tantos problemas con ciertos artistas e intelectuales de entonces, que lo sometieron a toda clase de humillaciones que terminaron por matarlo de tristeza a los 50 años.

Nació en el barrio porteño de Once y fue su hermano mayor, el dramaturgo Armando Discépolo, quien se hizo cargo de su educación tras la muerte de sus padres -cuando él apenas tenía 11 años-, y también fue quien lo introdujo al mundo artístico luego de que Enrique confesara su interés por la actuación.

Sus primeros pasos como intérprete los dio en 1917 integrando el elenco de la obra «Chueco Pintos», de su hermano y Rafael José de Rosa: al año siguiente, estrenó en el Teatro Nacional su primera obra propia, «El duende», escrita junto a Mario Folco.

Antes de cumplir los 20 ya había creado las obras «El señor cura» y «Páselo, cabo». Ya por ese entonces, Enrique empezaba a sentir amor por el tango, género musical que le permitió cosechar grandes amigos como Homero Manzi, Aníbal Troilo o Celedonio Flores, entre otros grandes.


Tal vez influido por su padre Santo -destacado músico napolitano cuyo fracaso en Buenos Aires inspiró a Armando para crear el personaje central del grotesco «Stéfano»- el joven delgado de apariencia frágil inició su camino como compositor con el tango «Bizcochito», creado 1924 a pedido del dramaturgo José Antonio Saldías, que, sin embargo, pasó sin pena ni gloria.

En paralelo a su vida teatral, que desarrolló tanto en Buenos Aires como en Montevideo, escribió letras de tango que reflejaban las dificultades económicas y sociales de su tiempo, los años 20 y 30 –los de la «década infame»-, desde la melancólica ironía y la ternura que lo caracterizaban.


Así nació «Qué vachaché», en cuyo uno de sus pasajes dice: «Lo que hace falta es empacar mucha moneda, vender el alma, rifar el corazón, tirar la poca decencia que te queda… Plata, plata, plata y plata otra vez… Así es posible que morfés todos los días, tengas amigos, casa, nombre… y lo que quieras vos».

«El hambre de los otros es algo que siempre divierte a los que han comido», dijo Discepolín en una memorable escena de una de sus películas. El poeta Julián Centeya alguna vez insinuó que como actor tenía «un aire a Chaplin», con plena razón. Un Chaplin criollo y porteño.

Su primer éxito llegó en 1928 de la mano de «Esta noche me emborracho», popularizado por la cancionista Azucena Maizani; a partir de allí comenzó a tener un importante reconocimiento en el universo de la música porteña, y conoció a la mujer con la que compartió casi un cuarto de siglo: la actriz y cantante Tania, una cupletista española que portaba el nombre de Ana Luciano Divis y le dio tantas alegrías como los sinsabores que aparecen en sus obras.


Con Tania, sin duda el gran amor de su vida, las cosas no fueron fáciles: ella introdujo a su numerosa familia hispana en la relación, intentó que transformara en estrella a Choly Mur, su hija de un matrimonio anterior, lo acosaba con su apetencia de riquezas y hasta se habla de infidelidades que con el tiempo son incomprobables.

Luego estrenó el tango «Chorra», y Tita Merello convirtió en un éxito rotundo el ya nombrado «Qué vachaché»; también Carlos Gardel dio impulso a su carrera al grabar varios de sus primeros tangos –en total compuso 50-, entre los que se destaca su inolvidable versión de «Yira, yira», en 1930.


Creó tangos que aún son vigentes como «Malevaje», «Soy un arlequín» y el vals «Sueño de juventud», aunque sus canciones más populares fueron «Cambalache», en 1934, «Alma de bandoneón», en 1935 y «Uno» en 1943, con música de Mariano Mores.

Como director cinematográfico, tuvo mediana repercusión y entre sus filmes figuran «Cuatro corazones» (1939), «Caprichosa y millonaria» (1940), «Cándida, la mujer del año» (1943) y «El hincha» (1951), su última película, dirigida por Manuel Romero, donde también actúa y se muestra como un fanático del fútbol cuyos sentimiento guían sus impulsos.

Militante del campo nacional y popular, comenzó a colaborar con la campaña electoral para la reelección presidencial de Juan Domingo Perón en 1946, desde el programa radial «Pienso y digo lo que pienso», por donde también pasaron figuras como Luis Sandrini y Tita Merello.

Luego, con él ese espacio pasó a llamarse «¿A mí me la vas a contar?» y allí se dirigía a un interlocutor hipotético a quien bautizó «Mordisquito», que adoptó para representar el arquetipo de pequeño burgués antiperonista que más tarde Arturo Jauretche llamó «el medio pelo».

Durante 1949, todas las noches y por la Cadena Nacional de Radiodifusión «Discepolín» cuestionaba los valores éticos y morales de la época y así cimentó su popularidad a través de un pensamiento que se sustentó en la descripción cruda de una realidad en crisis.

El Peronismo triunfó en las elecciones de noviembre 1951, pero el odio de aquellos sectores se ensañaron con el artista: sus opiniones políticas le valieron el desprecio de los intelectuales, quienes no toleraban su entrega a lo popular y le dieron la espalda. Comenzaron a asediarlo: recibió amenazas, encomiendas que llegaban con sus discos hechos trizas o con excrementos, alteraciones de sus propias letras para humillarlo.

Algunos de sus examigos cambiaron un saludo por un escupitajo en el piso cuando Discepolín aparecía y hasta la organizaron un famoso banquete en el restorán El Tropezón, sobre la avenida Callao, lugar de encuentro de la gente de teatro tras las funciones: los cubiertos estaban todos vendidos, pero cuando Discepolín y Tania arribaron, no había nadie.

Fue el principio del fin: tan apegado a sus afectos, a esa sensibilidad que le permitía idear personajes con valores y sentimientos nobles, «Discepolín» decidió no sufrir más, se dejó morir y lo hizo el 23 de diciembre de 1951.